Jaime Emilio González Magaña
Hay ocasiones en las que nos complicamos cuando nos sentimos involucrados como pieza de ajedrez en las decisiones y acciones de los demás. Ante esta realidad, tan presente y tan negada, valdría la pena hacer un serio examen sobre las motivaciones que nos han movido a realizar alguna acción de la que, en nuestra opinión, merecíamos, si no el agradecimiento, sí al menos algún tipo de reconocimiento. Es muy fácil caer en el auto engaño y creer que buscamos sólo el bien de los demás, cuando, en el fondo, estamos obedeciendo a las demandas de falsos ídolos que se esconden en nuestro modo de proceder. Muchas veces sufrimos inútilmente porque los demás no responden a nuestras expectativas y, tal vez, lo único que buscamos es acentuar un egoísmo disfrazado de servicio, interés y amor. Enfrentarnos a la verdad de nuestros sentimientos ayudaría a prevenir desilusiones, aprender a superar lo que creemos un fracaso y asumir la posibilidad de que, en el fondo, tenemos necesidad de ser reconocidos, aceptados, y amados. Y esto, por supuesto no es negativo y mucho menos pecaminoso.
Es preciso reconocer que no siempre seremos gratos a los demás y esto permitirá que pongamos a Dios en el centro de lo que somos y hacemos, aceptar nuestras limitaciones humanas, relativizar lo que llamamos la ingratitud de aquellos a quienes servimos y, abandonarnos únicamente al Señor, el único absoluto. Cuando experimentamos esa terrible frustración ante la incapacidad de poder ofrecer algún tipo de ayuda concreta de modo que pudiera solucionar los problemas ajenos, nos da la oportunidad de experimentar que hay una serie infinita de situaciones que no está en nuestras manos resolver. Enfrentar nuestras debilidades facilita que caigamos en la cuenta de que hay muchas cosas que nos desbordan, que están fuera de nuestro alcance y que pueden empujarnos a sentirnos limitados, desilusionados y cansados. Necesitamos discernir esos momentos en los que creemos tener alguna culpa, que somos responsables del sufrimiento de nuestros hermanos ya sea en la familia, los amigos o en nuestra misión, cualquiera que sea.
Es probable que suframos ante la sensación de que debimos hacer algo ante las decisiones que, según nosotros, han sido mal tomadas, cuando no se escucha nuestra opinión y no se acepta nuestro deseo de ayudar. En muchos momentos sentimos que actuamos como el sacerdote de la parábola del buen samaritano que, ante tantas cosas que tenía que hacer, pasaba de largo ante el hermano sufriente y en la calle. Es imprescindible, no obstante, que comprendamos con la cabeza y el corazón que ayudar a otros, cuesta tiempo, cansancio, dejar a un lado nuestras ocupaciones, olvidar nuestros intereses y hacer algo por quien nos necesita. Por otra parte, es importante asumir también que, en muchas circunstancias, en nuestro deseo de ayudar se pueden mezclar motivaciones que no son del todo cristianas, sobre todo cuando nos hacen a un lado, dejan de tomarnos en cuenta y asumimos posiciones de despecho o resentimiento.
Nuestros deseos de ayudar pueden ser santos o egoístas, al grado de buscar sentirnos bien con nosotros mismos y creer que actuamos siguiendo el ejemplo del buen samaritano. Nos haría bien caer en la cuenta de que, muchas veces, nos hemos sentido indispensables, creemos que podemos resolverlo todo, saberlo todo, ayudar en todo…, siempre. Asimismo, que muy frecuentemente, detrás de una acción aparentemente buena, está el deseo no confesado de esperar una recompensa o, simplemente, un “gracias”. Tal vez ni siquiera lo intuimos, pero, ante la tentación de creernos indispensables, está el deseo de anhelar algún beneficio. Y éste puede ser consciente, o no, buscado abiertamente o, en cierta forma esperado, aun cuando no lo confesemos y mucho menos lo expresemos así. Podría ser la búsqueda de crecer en auto estima, la ingente necesidad de un poco de afecto, la confirmación de la propia valía o la intención de satisfacer una necesidad que ni siquiera podemos ni nos atrevemos a verbalizar.
Nos sentimos bien con la gratitud de la persona a quien ayudamos e insistimos en creer que somos buenos, que hacemos lo justo, que tenemos la razón, etc. De aquí que cuando los demás no nos dan lo que creemos merecer, no atinamos a entenderlos, nos sentimos mal, decepcionados, defraudados, convencidos de que hemos actuado bien. Si lo hacemos para complacer y ser aceptados, quedaremos siempre insatisfechos porque, más pronto que tarde, descubriremos que no somos absolutamente indispensables.