Si el engarce entre cada uno de los hechos, milagros y prédicas de Jesús, lo hicieron un tanto a su modo los redactores de los evangelios, otra cosa es cuando nos cuentan la historia de su pasión, muerte y resurrección. Ésta sí la narran en orden cronológico (Mc 14,17.28; 15,1.33.34.43) y local (Mc 14,17s.26.43.53.54; 15,1.16.22). Schelkle, K. H. asevera que “sólo así podía comprenderse cómo de la conjura de los judíos, pudo llegarse al espantoso desenlace en la cruz” (Bibelttheologisches Wörterbuch, Verlag Styria, Graz, 1962).
¿Espantoso? Espantoso y no. Porque Cristo “sufrió y murió no por un crimen ni como víctima brutal de la violencia, sino como inocente y como señor de la pasión” (Op. Cit.). La asumió por su propia y plena voluntad; luego no lo hizo por el deseo de sufrir, de padecer, sino que lo hizo a-pa-sio-na-da-men-te. O expresado de otro modo: apasionado a la manera de alguien intensamente enamorado de la humanidad. De una humanidad que necesitaba ser rescatada.
Jesús, Señor de la Pasión, así, con mayúscula, porque ésta alberga un sentimiento cuya duración es más intensa y prolongada que las emociones. Pasión en cuanto modifica, sobrevalorándolas, las ideas del sujeto; si volviéndolo incapaz de reaccionar ‘normalmente’: catatimia; si lo hace ver todo más bello o más gris: holotimia. Pasión obligadamente necesaria, en cuanto constituye una reacción intensa que encarna el entusiasmo por conseguir algo. Pasión que establece entre el sujeto y el objeto una fuerte afinidad. Pasión que rebasa la frontera del dolor físico o moral.
Pasión libérrima. Pasión paciente. Pasión redentora.
Resultado del rescate que hiciera Jesús al decidir, con plena voluntad, ‘pagar’ con su vida ese acto liberador. Pasión que necesitamos meditar a profundidad durante esta Semana Santa, porque se trata de una passio que, en vez de rehuir, necesitamos hacerla parte de nuestra personalidad para que nuestra vida valga la pena. ¡De veras!