P. JAIME EMILIO GONZÁLEZ MAGAÑA // La alegría de Dios

Hoy celebramos un día de fiesta especial porque contemplamos la alegría del Señor Jesús en su entrada gloriosa a Jerusalén. Estaba feliz y no era para menos porque sabía que era la antesala de su pasión, muerte y resurrección y, con ello, el cumplimiento pleno de la obediencia a su Padre, el Señor, Dios Eterno. ¡El triunfo de su misión! El Cardenal Montini, ahora San Pablo VI afirmaba: «Somos gente que teme mirar al sol, porque su luz nos deslumbra; gente que no quiere extender los ojos sobre la superficie ilimitada del océano, porque somos miopes; que no quiere contemplar el cielo, porque es demasiado vasto y demasiado misterioso». Y añadía: «En las almas modernas hay una sed de auténtica vida religiosa, que quizá no sabemos satisfacer porque no la hemos satisfecho en nosotros mismos». La condición para entrar en el misterio de esta Semana Santa es que esa sed sea satisfecha.

         A propósito de esta «satisfacción», Santa Catalina de Siena, verdadera experta en la experiencia de Dios, escuchó del Señor Jesús estas palabras: «¿En qué sentido el hombre se ha convertido en mi amigo? Al principio era imperfecto, porque vivía en un temor servil; pero con la práctica y la perseverancia llegó a amar el placer y su propio provecho, encontrando ambos en mí. Este es el camino; y sólo por él pasa quien desea alcanzar el amor perfecto, que es el amor de amigo e hijo». “Amigo» e «hijo» son dos categorías fundamentales del Cuarto Evangelio. No en vano, San Ignacio de Loyola también afirma que «no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas internamente». “Gustar a Dios” es, pues, un elemento decisivo de la evangelización y la eficacia de la misión, según los testimonios que acabamos de recordar y concluye en asumir que el “gusto” auténtico significa contagiar la vida divina que no es otra que la alegría de Dios (otra categoría fundamental del Evangelio de San Juan).

         Esta categoría tiene un doble sentido: la alegría que Dios tiene en sí mismo, que caracteriza su propia naturaleza, su propia vida y la alegría que Dios da y que tiene como contenido una alegría no menor que la que Él experimenta y posee. Ser cristiano, evangelizar, santificar, rezar, predicar, celebrar, todo apunta a la alegría. Por ello, el Papa Francisco nos ha invitado a considerar que Dios es el «alegre». Pero no dijo algo nuevo pues ya Jesús, cuando se dirigía a «los suyos», les dijo: «Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena» (Jn 15,11). Jesús no dice simplemente: «Para que estén en alegría o tengan alegría», sino que especifica: «para que MI alegría esté en ustedes». Ser cristianos y discípulos significa, en primer lugar, acoger a Dios que es la alegría absoluta y verdadera, así como evangelizar significa contagiar con el don recibido. Está en la naturaleza de la alegría (al igual que en la naturaleza del amor y de la belleza) no resignarse a la temporalidad y a la disolución: una alegría que ya se sabe destinada a terminar ya no sería tal.

         La alegría exige duración y eternidad pues, en una palabra, exige la medida de Dios. Por eso, en contra de la creencia popular, la alegría cristiana no es una emoción en nombre de Dios, ni un estado de euforia religiosa: la alegría cristiana exige la conversión a la medida de Dios, a la sorpresa de Dios, al disfrute de Dios. Nunca es una alegría «ya hecha», sino consiste en la maravilla de un don que sucede cuando uno se convierte en «suyo». La entrada en Jerusalén representa la auténtica alegría; no es principalmente una expresión de emoción o sentimiento, sino un término que expresa una verdadera comunión con Dios por haber llegado al cumplimiento de una misión en absoluta obediencia y fidelidad. Constituye la visibilidad de su don; de la alegría que surge de la seguridad de su presencia. Es humanamente deseable ya que la alegría cristiana no es otra cosa que la evangelización por contagio. Y el camino hacia esta alegría «plena» se realiza dentro de una relación de profunda amistad con el Hijo de Dios.

         Nos permite estar preparados para no claudicar ante la certeza de la cruz y de la muerte que vivimos y morimos en el terrible cotidiano de la vida. Nos permite internalizar sus alegrías y sus penas, sus sinsabores y altibajos, sí, pero con la certeza de que Jesús es el «AMIGO» que nos consiente de acompañarlo hoy en su alegría y nos pedirá, también, sufrir con Él en su pasión y muerte. Solo “así” gozaremos de la alegría plena porque Él nos ha dicho: «Ya no les llamo siervos… los llamo amigos (Jn 15,15)”, explicando que la esencia de esta amistad es la participación de lo que el Padre ha comunicado en la humanidad de Jesús: la Vida verdadera y eterna, la Vida misma de Dios, que es como la transmite Jesús pues es la alegría cumplida.

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JAIME EMILIO GONZÁLEZ MAGAÑA

RP Jaime Emilio González Magaña, sacerdote jesuita que radica en Roma.

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