Santos y Beatos mexicanos
Presbítero y Mártir Mexicano, 21 de abril
San Román Adame Rosales. El anciano párroco muere mártir junto con uno de los soldados del pelotón de ejecución.
Nacido en Teocaltiche, Jalisco, el 27 de febrero de 1859, fue ordenado presbítero por su obispo, Don Pedro Loza y Pardavé, el 30 de noviembre de 1890, tras lo cual, le fueron conferidos varios nombramientos hasta que el 4 de enero de 1914 llegó al que sería su último destino, Nochistlán, Zacatecas.
Prudente y ponderado en su ministerio, fue nombrado Vicario Episcopal foráneo para las parroquias de Nochistlán, Apulco y Tlachichila.
Quienes lo conocieron, lo recuerdan fervoroso; rezaba el oficio divino con particular recogimiento; todas las mañanas, antes de celebrar la Eucaristía, se recogía en oración mental. Atendía con prontitud y de buena manera a los enfermos y moribundos, predicaba con el ejemplo y con la palabra. Evitaba la ostentación; vivía pobre y ayudaba a los pobres. Su vida y su conducta fueron intachables y la obediencia a sus superiores constante. Edificó en su parroquia un templo a Señor San José y algunas capillas en los ranchos; fundó la asociación Hijas de María y la cofradía Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento.
En agosto de 1926, viéndose como todos los sacerdotes de su época, en la disyuntiva de abandonar su parroquia o permanecer en ella aún con la persecución religiosa, el anciano párroco de Nochistlán se decidió por la segunda, ejerciendo su ministerio en domicilios particulares y no pasó un año cuando tuvo que abandonar su domicilio, siendo desde entonces su vida, un constante andar de la «Ceca a la Meca».
La víspera de su captura, el 18 de abril de 1927, comía en la ranchería Veladores; una de las comensales, María Guadalupe Barrón, exclamó: ¡Ojalá no vayan a dar con nosotros! Sin titubeos, el párroco dijo: ¡Qué dicha sería ser mártir!, ¡dar mi sangre por la parroquia!.
Un nutrido contingente del ejército federal, a las órdenes del Coronel Jesús Jaime Quiñones, ocupaban la cabecera municipal, Nochistlán, cuando un vecino de Veladores, Tiburcio Angulo, pidió una entrevista con el jefe de los soldados para denunciar la presencia del párroco en aquel lugar.
El coronel dispuso de inmediato una tropa con 300 militares para capturar al indefenso clérigo. Después de la media noche del 19 de abril; sitiada la modesta vivienda donde se ocultaba, el señor cura fue arrancado del lecho, y sin más, descalzo y en ropa interior, a sus casi setenta años, maniatado, fue forzado a recorrer al paso de las cabalgaduras la distancia que separaba Veladores de Yahualica.
Al llegar a río Ancho, uno de los soldados, compadecido, le cedió su cabalgadura, gesto que le valió injurias y abucheos de sus compañeros. El Padre Adame estuvo preso, sin comer ni beber, sesenta horas. Durante el día era atado a una columna de los portales de la plaza, con un soldado de guardia y durante la noche era recluido en el cuartel; conforme pasaban las horas, su salud se deterioraba.
A petición del párroco, Francisco González, Jesús Aguirre, y Francisco González Gallo, gestionaron su libertad ante el coronel Quiñones, quien, luego de escucharlos, les dijo: Tengo órdenes de fusilar a todos los sacerdotes, pero si me dan seis mil pesos en oro, a éste le perdonó la vida.
Con el dinero en sus manos, el coronel quiso fusilar a quienes aportaron la cantidad, pero intervinieron Felipe y Gregorio González Gallo, para garantizar que el pueblo no sufriera represalias. El azoro y el terror impuesto por los militares y la inutilidad de las gestiones cancelaron las esperanzas de obtener la libertad del párroco.
El P. Román Adame Rosales fue fusilado en el cementerio de Yahualica de Jalisco, el 21 de abril de 1927. Tenía 68 años y 37 como sacerdote. Era un sacerdote enamorado de la Eucaristía y del confesionario, se había convertido en un misionero de renombre por todos los ranchos de la región. Fue uno de los sacerdotes que se negó a retirarse de su parroquia tras las órdenes del Gobierno y continuó su misión de casa en casa y de rancho en rancho. La policía lo buscaba como a un bandido. «Que dicha ser Mártir, dar mi sangre por mi parroquia», había confesado un día antes de ser arrestado a los cristianos que lo habían acogido en su casa del rancho de Veladores, donde estuvo confesando aquella tarde del 18 de abril. De regreso a casa, rezó el rosario y se despidió de sus feligreses diciendo: «Que Dios nos de licencia de amanecer para que cumplan su comunión», pensaba celebrar la misa al día siguiente por la mañana.
Lo apresaron mientras estaba visitando un lejano rancho para celebrar la misa, delatado por un «judas» de aquel mismo rancho donde se escondía. Era de noche cuando llegaron 300 soldados al mando de un feroz coronel llamado Jesús Jaime Quiñones; asaltaron el rancho, apresaron a los hombres y al sacerdote, que se encontraba en su cama, lo ataron semidesnudo y lo llevaron detrás de los caballos que casi lo atropellaban. Un soldado se apeó del caballo y quiso ofrecérselo. Por este gesto compasivo, el soldado recibió injurias de sus compañeros. Llegados al pueblo, lo llevaron al curato, convertido en cuartel; durante el día lo sacaban a un portal y lo ataban a una de las columnas, por la noche lo metían. Así lo tuvieron durante dos días y medio sin darle de comer ni de beber.
La gente del pueblo quiso interceder por él y algunos señores intentaron tratar con el coronel, quien les contestó que: » tenía orden de perseguir y fusilar a todos los sacerdotes, pero que si le daban 6,000 pesos le perdonaría la vida». El pueblo reunió mil quinientos pesos y todo se lo entregó al coronel como rescate. Tras recibirlos, éste los amenazó con represalias y con pasarles por las armas. No cumplió su amenaza porque dos hermanos influyentes, los señores González Gallo, lo disuadieron, pero villanamente, y contra su palabra, mandó fusilar al sacerdote.
Era el 21 de abril cuando llevaron el P. Román Adame al cementerio que estaba en un alto. La gente del pueblo lo seguía llorando y pidiendo su liberación. El sacerdote amarrado con sogas jadeaba al subir. Dentro del cementerio, el oficial ordenó a un pelotón de soldados la ejecución. Se escuchó el grito de «preparen armas» y cerrajearon los fusiles, menos el soldado Antonio Carrillo Torres. El oficial al mando de la tropa ordenó al soldado preparar el arma, pero el soldado Carrillo siguió sin obedecer; por tercera vez le ordenó disparar y se negó. Entonces, el oficial le despojó del uniforme militar, lo agarró fuertemente y lo llevó junto al sacerdote, ahí le dijo nuevamente que cumpliera con su deber, a lo que el soldado siguió diciendo que no. El oficial ordenó el fuego y el anciano sacerdote cayó a los pies del soldado. Entonces el oficial ordenó disparar sobre el soldado Antonio Carrillo Torres que cayó muerto al lado del sacerdote.
Villanamente, el coronel Quiñones, mandó el siguiente mensaje al general Andrés Figueroa: «En el trayecto de Yahualica al Rancho de los Charcos, jurisdicción de Mexticacán, encontré al cabecilla Adame, con otros dos individuos, y en combate resultaron muertos los tres». Años después los restos mortales del Mártir fueron trasladados a Nochistlán por el Señor Cura D. Ignacio Iñiguez, quien informó: «[…] su corazón se petrificó y su rosario está incrustado en él»; todo un símbolo de lo que había sido su vida.
En su larga vida sacerdotal, el P. Román Adame había ocupado varios cargos diocesanos y ejercido diversos ministerios parroquiales. Era un hombre de oración e invitaba a sus cooperadores sacerdotes a vivir una vida intensa de piedad. Se distinguía por su amor a la Eucaristía; por ello procuró edificar numerosas capillas rurales en las que colocaba el Santísimo y las animaba eucarísticamente. Pasó su vida misionando en las rancherías. Fue un hombre de fe, misma que proyectaba en el campo social, organizando semanas de estudios sobre la doctrina social de la Iglesia. Un cura completo, que tuvo que sufrir las incomprensiones de algunos de sus feligreses, cuando al tener como vicario al también Mártir José María Robles, algunos feligreses los quisieron contraponer; solo su caridad mutua les ayudó a superar las contraposiciones inevitables.
Precisamente por ello el Señor Cura sufrió desprecios y humillaciones, como el que la gente en el mercado no quisiera venderle comida o el día en que «amaneció un asno amarrado a las puertas del curato, con una bolsa de tortillas duras y un letrero ‘para tu camino’, como pidiéndole que abandonara su parroquia». Sin embargo, todo lo sufrió con paciencia y caridad, sin defenderse o hablar mal de nadie.
Años después, fueron exhumados los restos del sacerdote y trasladados a Nochistlán, Zacatecas, donde se veneran. El párroco de Yahualica, Don Ignacio Íñiguez, testigo de la exhumación, consignó que el corazón de la víctima se petrificó, y su Rosario estaba incrustado en él.
Fueron muchos los fieles que sufrieron el martirio por defender su fe, de entre ellos presentamos ahora a veinticinco que fueron proclamados santos de la Iglesia por Juan Pablo II.
Extracto del libro «México, tierra de Mártires», del Padre Fidel González F.