Las reflexiones de Mons. Bruno Forte, Obispo de Chieti, nos ayudan a entender mejor la figura de María de Nazaret ya que la presenta como la creatura que se mantiene más cerca de Dios, invisible y presente en todas las criaturas. La presencia divina la invita a seguir el ejemplo de Abraham y de Sara, a creer, aceptar su voluntad, en medio de la oscuridad de una misión a todas luces incomprensible. El signo por excelencia de esta proximidad con el Señor se da en la alegría por lo que María se convierte en prototipo del gozo que exulta en Dios y la inspira a cantar el Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!» (Lc 1,46-49). Su actitud interior está bien expresada por este canto, que es, en efecto, un conjunto de textos de los salmos de los «anawim» o los pobres que sólo confían en Dios y que recuerda el cántico de Ana (1 Sam 2,1-10).
María es la mujer que abre su corazón a una escucha dócil a la posibilidad imposible de Dios, pero que, sin embargo, revela la fe profunda de una mujer judía creyente y capaz de entregarse con total confianza al Señor, Dios Eterno. Con el testimonio de María de Nazaret, aprendemos la primacía de la dimensión contemplativa de la vida para acoger continuamente la iniciativa del Señor. Nos enseña el valor de dejarnos amar y guiar por Él, en el esfuerzo de usar la inteligencia y el corazón para responder al amor con amor y avanzar fielmente en la noche de la fe. Nos invita a iluminar el camino con la memoria de la «mirabilia Dei» para nosotros y su pueblo. Su ejemplo nos urge a preguntamos: ¿es Dios el verdadero protagonista, el Señor y el centro de mi vida, como lo fue para María? ¿Soy dócil a su acción, a su palabra, a su silencio? ¿Me dejo guiar por Él, meditando a la luz de las Sagradas Escrituras y de la Iglesia, para discernir su voluntad y realizar con Él su plan de amor para mí y para los que me confía?
La escena de la visitación a su prima Isabel nos muestra las características del estilo de vida de la joven Myriam: es capaz de un amor atento, concreto, alegre y tierno. La primera característica de la actuación de María es la atención: la Madre del Mesías comprendió la necesidad de quien se había quedado embarazada a una edad avanzada y se apresuró a socorrerla. María no esperó a recibir una solicitud de ayuda pues no la necesitaba. Su sensibilidad de mujer que espera a su Hijo, alimentada por el amor, le permitió comprender lo que había que hacer más allá de los signos o de una comunicación verbal. Vive en primera persona la expresión «Ubi amor, ibi oculus» porque donde hay amor, el ojo ve lo que ninguna mirada sin amor sería capaz de ver. Percibe la necesidad y su respuesta va mucho más allá de la obligación, de las normas o de lo que da por descontado. Su reacción no es la de alguien que busca actuar sólo por compromiso o buena educación. Su apertura al servicio es la respuesta a un sentimiento que nace del corazón, inspirado sólo por el Espíritu Santo, enviado a derramar el amor en nosotros solo por el amor de Dios Padre, único que puede inspirar un amor verdadero (cf. Rm 5,5).
A la atención de María se une la concreción. No pierde el tiempo en reflexionar desde la razón el modo como puede servir sino que obedece a la urgencia que le comunica su corazón lleno de amor y, por lo tanto, actúa en consecuencia, sin coartadas ni justificaciones, por lo que «tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá»
(Lc. 1, 39). El amor la lleva a actuar con toda solicitud y el cuidado con que concreta la decisión de su corazón de ir en ayuda de la madre de Juan refleja lo que afirma San Ambrosio: «La gracia del Espíritu no tolera la demora». Sus acciones están impregnadas de alegría: no vive sus actos como el cumplimiento de un deber o la observancia de una obligación que le imponen las circunstancias. En ella todo es gratuidad, bondad de entrega, generosidad vivida sin cálculo ni a fuerza. Su alegría es fruto del sentirse amada tan profundamente como para sentir la necesidad irreprimible de amar, de corresponder al amor recibido sin medida y donarlo sin reservas y sin condiciones. Todo en María es reflejo de la ternura, propia del amor que no crea distancias y que acerca a los más alejados, haciendo que se sientan acogidos y por lo tanto amados. Los llena de la maravilla y la belleza de descubrirse objeto inmerecido de la gratuidad y del más puro don, porque proviene de Dios.