Frente a todas las amenazas cósmicas, mundiales, regionales, nacionales, frente al cambio climático, a la tercera guerra mundial y su posible variante nuclear, a los genocidios y a las grandes migraciones, a la violencia y al mortífero machismo –haga Ud. su propia lista, será larga, muy larga– invoco el principio de incertidumbre. No sólo para mal, para bien también, como el mezcal.
Desde que tengo memoria, incluso antes, vivo en este mundo sublunar con la experiencia de lo imprevisto, inesperado, improbable. Como mis padres, por cierto, y mis abuelos que, sin moverse de lugar, cambiaron cuatro veces de nacionalidad entre 1882 y 1944. Mi padre me dijo muchas veces que yo había nacido (febrero de 1942) en la hora más negra de la segunda guerra mundial cuando los japoneses, después de Pearl Harbor, tomaban Singapur y la gran Indonesia, cuando los alemanes lanzaban su segunda ofensiva contra la URSS hasta llegar, en junio, a Stalingrado. Marc Bloch, el gran historiador, profesor de mi padre, ya metido en la Resistencia francesa, le escribió para felicitarle, y a mi madre también, claro, por mi llegada al mundo: “Reconozco el optimismo indestructible de los alsacianos”.
La victoriosa resistencia de los soviéticos en Stalingrado fue una sorpresa para los nazis y para el mundo: un acontecimiento inesperado, como lo que había ocurrido en diciembre de 1941 cuando la Wehrmacht estaba a la entrada de Moscú, cuando el gobierno soviético se refugiaba en los Urales, cuando en Moscú quemaban los archivos. Sin embargo, Stalin pudo nombrar a Georgui Zhukov como general encargado del frente de Moscú, cuando supo por el famoso espía Sorge, desde Japón, que los japoneses no atacarían en Siberia. En consecuencia, el aguerrido ejército de Siberia, que había derrotado a los japoneses en 1939, fue transportado a toda velocidad hasta Moscú para pegarle duro al ejército de Hitler congelado frente a la capital: ¡su primera derrota! Mi padre apuntó en su diario que Hitler había dejado de ser invencible y que había luz al final del túnel. Toda una concatenación inesperada de factores imprevisibles e improbables permitió la primera ofensiva de Zhukov. Cuando el ataque japonés sobre Pearl Harbor obligó a los EEUU entrar en la guerra mundial, mi padre escribió en su bitácora que “los EEUU nos salvarán como en 1917-1918”.
Para los franceses, la guerra de Argelia (1954-1962) fue una sorpresa tal que la prensa no mencionaba la palabra “guerra”; se hablaba de los “acontecimientos en Argelia”. Durante años nos habían enseñado que Argelia era francesa desde 1830, antes que Niza y Saboya. El desenlace tuvo una consecuencia inesperada: en unas semanas el éxodo hacía Francia de más de 1,000,000 de “criollos”, los franceses de Argelia. Francia bien pudo caer bajo el poder de una junta militar, como Argentina, Brasil o Chile.
Inesperado el mayo de 68, el movimiento estudiantil francés, el 2 de octubre de 68 en México; inesperada la caída sin efusión de sangre de la URSS en diciembre de 1991. La evolución posterior de Rusia, desde la llegada de Vladimir Putin al poder, en el año 2000, no dejó de sorprender a muchos que creían que Rusia es Europa, una Europa definida por De Gaulle “desde el Atlántico hasta los Urales”. Y qué decir, en retrospectiva, de los fabulosos cambios tecnológicos a partir de los años 1970: la mutación de las enormes computadoras hasta nuestras tabletas y celulares que modifica radicalmente la educación, el trabajo, el entretenimiento, las relaciones personales, para bien y para mal, para mal y para bien.
Y qué decir de la pandemia que nos pegó en marzo de 2020… Y de la “operación militar especial” lanzada por Putin contra Ucrania… Por lo tanto, pienso que se presentará siempre lo inesperado, malo o bueno. Nos sorprenderá siempre, pero el famoso “principio de incertidumbre” de Heisenberg y demás físicos siempre puede jugar a nuestro favor. Lo único que me enseñó la experiencia vital como académica es que hay que enfrentar los tiempos difíciles, hay que resistir a la intemperie, sin desesperar.
Historiador en el CIDE