Inspirados en las palabras de Mons. Bruno Forte, contemplemos que, lo que fue prefigurado y anunciado en una fiesta de bodas en Caná de Galilea, se cumple plenamente en la escena de la Madre al pie de la Cruz y en las palabras dirigidas por Jesús moribundo a ella y al discípulo que tanto amaba (Jn 19,25-27). La Madre es llamada por Jesús con el apelativo de «mujer» (v. 26), que se refiere a Jerusalén y al pueblo elegido: «¡Mujer, mira a tu hijo!». María representa tanto al pueblo elegido de la primera alianza como al pueblo reunido por el sacrificio pascual de Cristo. Junto a la Madre está el discípulo amado (cf. v. 26), símbolo de todos los demás discípulos, en quien, por la fe, se cumple la palabra de Juan 14,21: «El que guarda mis mandamientos y los observa, ése es el que me ama. El que me ama será amado por mi Padre, y yo también le amaré y me manifestaré a él». A partir de la «hora» de la cruz (cf. v. 27), el discípulo acoge a su madre «entre los suyos» y no solamente «en su casa».
La expresión debe referirse al mundo vital, al entorno existencial como, por ejemplo, en 1,11, el dicho de Israel en referencia a la Palabra, o en 10,4, el de los discípulos en referencia a Jesús. Significa que la Madre entra en lo más profundo de la vida del discípulo, es ya parte inseparable de ella, como un bien y un valor inalienable. La relación que el Crucificado establece entre la Madre y el discípulo es muy intensa ya que, en la medida en que la «mujer» es una figura del antiguo Israel y el discípulo de la Iglesia creyente, el mensaje es que el antiguo Israel se convierte en una parte vital del nuevo. La Iglesia reconoce en Israel a la antigua madre que lleva en el centro de su corazón. En la medida en que la «mujer» representa al pueblo de la era mesiánica y el discípulo es el tipo de cada creyente individual, su pertenencia mutua significa la pertenencia mutua entre la Iglesia-madre y los hijos de la Iglesia. El discípulo aprecia a la Iglesia como una madre amada, un bien precioso que le ha sido confiado por el Redentor crucificado.
Por último, en la medida en que la madre es la mujer concreta, la Madre de Jesús, el texto parece subrayar una relación privilegiada entre ella y cada creyente individual, así como entre ella y toda la familia del Señor. María forma parte de la Iglesia y de la vida de fe del discípulo como un bien precioso, un valor vital; pero al mismo tiempo, en ella, la Iglesia y los creyentes individuales podrán reconocer a la Madre, que les ha sido confiada y a la que están confiados. Bajo esta luz, Juan 19, 25-27 se revela como un testimonio maduro del significado que la Iglesia de los mártires y peregrinos atribuye a la Madre del Señor para su vida presente y su esperanza futura. Especialmente al permanecer bajo la Cruz del Mesías, dejándose engendrar una y otra vez por la «sangre» y el «agua» que brotaron del costado del Crucificado, María nos enseña a perseverar en la noche de la fe.
A la hora terrible de la muerte del Hijo abandonado en la Cruz le sigue un tiempo oscuro, el Sábado Santo de postración y espera, en el que la tradición cristiana siempre ha reconocido un papel único a María, la Virgen Madre de Jesús, como atestigua el título «Sancta Maria in Sabbato«. Mientras el Hijo yace muerto en el sepulcro, la Madre custodia en silencio la fe, abandonada en manos del Dios fiel, que cumple sus promesas. Por ello, es una antigua costumbre litúrgica de la Iglesia Latina consagrar el sábado a la Virgen, como recuerdo de aquel «gran sábado», en el que se reunía en Ella toda la fe de la Iglesia y de la humanidad, en la ansiosa espera de la Resurrección de Cristo. El Sábado Santo de María nos habla con elocuencia a nosotros, peregrinos del gran sábado del tiempo, que culminará en el domingo sin sol, cuando Dios sea todo en todos y el mundo entero sea la patria de Dios. En nuestra situación en la que experimentamos un aparente silencio de Dios, en el asombro doloroso ante el Dios crucificado y abandonado, siguiendo el ejemplo y la intercesión de María, debemos preguntarnos: ¿Creo realmente en Dios? ¿Escucho dócilmente y con perseverancia su plan de amor para mí? ¿Vivo la alegría de saberme amado con Cristo y en Él por el Padre, incluso en el tiempo de la prueba y el dolor? ¿Irradio esta alegría? ¿Intento agradar a Dios siempre y sólo en la elocuencia silenciosa de los gestos, sin perseguir la imagen ni crearme máscaras de defensa o evasión? Que la Virgen Madre nos ayude a responder con verdad a estas preguntas y a vivir, como ella lo vivió, la primacía del amor y de la fe como característica del discípulo de su Hijo, nuestro Señor Jesús, en el largo sábado del tiempo, del que el Sábado Santo es figura y profecía, hasta que llegue el gran domingo sin ocaso, en el que María ya ha entrado, anticipando el destino de los que habrán creído, amado y esperado.