P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
En el proceso de la evangelización del hombre interior, el análisis de la obra de San Atanasio, nos ayuda a constatar que «el aspecto más teatral, dramático y extraño en la Vida de Antonio para un lector moderno, es el de las tentaciones diabólicas y la doctrina sobre el demonio que ocupan gran parte de la obra» (Diego Sánchez, Historia de la espiritualidad patrística, 166). Incluso expertos investigadores del monacato primitivo, como el jesuita checo Tomáš Špidlík ha llegado a considerar, por una parte, que no se puede negar que en algunas ocasiones se abusa de ello o que el mismo San Antonio Abad «no estaba enteramente libre de las ideas sobre los malos espíritus que corrían entre el vulgo, y es muy probable que viera demonios donde no los había» (Colombás, El monacato primitivo, 62-63). A pesar de ello, es preciso admitir que San Antonio Abad fue uno de los taumaturgos más eminentes que han existido; uno de los padres espirituales más hábiles y fecundos de la historia, gracias a sus dones sobrenaturales y, en particular, a su capacidad de discernir los espíritus y reconocer si vienen de Dios o del espíritu maligno.
Además, lo más importante es que las conclusiones prácticas de la demonología presentada en su obra son siempre las mismas, ortodoxas y muy válidas en todos los tiempos: “No hay que temer a los demonios”. El diablo no es la causa del pecado y el hombre, frente a las tentaciones y con la gracia de Dios, tiene la fuerza suficiente para vencerlas. El cristiano por medio de la fe y la ascesis espiritual purifica los lugares donde habita la potencia del mal, por ello los monjes fijan voluntariamente su morada en los desiertos o en lugares donde los demonios pudieran habitar. Abundan los relatos en los que Antonio, el hombre de Dios, se enfrenta a ellos directamente. Son textos que cuentan con amplio contenido teológico en sus detalles y a través de ellos, invita a tener una generosa confianza en el auxilio de la gracia y la presencia del Señor que hace posible toda victoria, de la que nunca queda exenta la colaboración humana presente en la ascesis, confirmando en ella y a través de ella, cómo el poder de Dios reduce a la nada al enemigo que está siempre como león rugiente buscando a quién devorar (Cfr. 1 Pe 5, 8).
Así, desde los primeros capítulos, San Atanasio nos presenta una de las escenas que resumen cómo el monje y todo cristiano, han de responder a este tipo de combates por el camino del desierto, mostrando en Antonio un modelo y ejemplo cuando explica que «no pudiendo permanecer en pie por los golpes recibidos de los demonios, oraba postrado y tras la oración decía con voz fuerte: “Aquí estoy, soy Antonio. No huyo de vuestros golpes. Aunque me golpeéis más, nada me separará del amor de Cristo”. Después recitaba este salmo: Aunque un ejército se levante contra mí, mi corazón no temerá. El asceta pensaba y decía estas cosas, pero el enemigo que odia el bien, sorprendido de que Antonio se atreviese a volver después de los golpes recibidos, llamó a sus perros y enfurecido le decía: “Ved que no hemos podido hacer cesar a este hombre ni con el espíritu de fornicación ni con los golpes; al contrario, ha acrecentado su audacia contra nosotros. Acerquémonos a él de otra forma”. Al diablo le es fácil transformarse para hacer el mal. Y así, de noche hicieron tanto ruido que todo el lugar parecía moverse.
Parecía que los demonios, como si rompieran las cuatro paredes del pequeño habitáculo, entraban a través de ellas transfigurados en imágenes de animales salvajes y de serpientes. Y al momento el lugar se llenó de imágenes, leones, osos, leopardos, toros, serpientes, víboras, escorpiones y lobos. Cada uno de estos animales se movía de acuerdo a su propia naturaleza. El león rugía, deseando atacar; el toro parecía cornearlo; la serpiente reptaba pero sin llegar a tocarlo, y el lobo se tiraba a él pero se detenía. Terrible era el furor de todas estas apariciones y los ruidos de los rugidos. Antonio, golpeado y aguijoneado por ellos, sentía en su cuerpo un gran dolor, pero él con el alma tranquila yacía en el suelo vigilando; gemía por el dolor en el cuerpo, pero lúcido en su mente y como riéndose de ellos, les decía: “Si tuvierais algún poder, habría bastado que viniera uno de vosotros. Pero ya que el Señor os ha quitado vuestra fuerza, intentáis asustarme viniendo muchos. Señal de vuestra debilidad es el hecho de que imitáis la forma de animales irracionales”. Y lleno de confianza seguía diciendo: “Si podéis hacer cualquier cosa y algún poder tenéis contra mí, no esperéis, atacadme; pero si no podéis, ¿por qué alborotáis inútilmente? La señal y el muro para protegernos es la fe en nuestro Señor. Después de muchas tentativas, rechinaban sus dientes contra él, furiosos contra ellos mismos más que contra él». (San Atanasio, Vida de Antonio, 9).