Jordi Corominas Sant Julià de Lòria,
Andorra
“Los tiempos son tan malos que deberemos dejar el pesimismo para tiempos mejores”.
Fernando Cardena
La palabra “espiritualidad” necesita ser repensada para evitar muchos malentendidos, tanto en las personas que pretenden practicarla como en aquellos que la detestan por considerarla una huida del mundo o un instrumento para el mantenimiento del status quo. Tradicionalmente la espiritualidad se ha definido como un proceso de transformación personal de acuerdo con los ideales religiosos. A partir del siglo XX la espiritualidad se fue separando de la religión y se orientó hacia la experiencia subjetiva y el crecimiento psicológico. Y hoy en día a menudo se opone lo espiritual a lo religioso. Algunos verán en la espiritualidad una auténtica liberación y otros una nueva esclavitud.
En las librerías lo que encontramos bajo el epígrafe “espiritualidad” suele ser una mezcla de psicología humanista, libros de autoayuda, tradiciones místicas, esotéricas y religiones orientales. Diversos autores han apuntado que este “boom” de espiritualidades es un aliado para el sistema capitalista liberal mucho más poderoso todavía que las religiones históricas. Según ellos, prácticas de meditación como el mindfulness favorecerían el «momentismo», el olvido de la memoria histórica y un individualismo totalmente apolítico.
Para esta boyante industria de la felicidad el estrés y el sufrimiento social no tienen nada que ver con el crecimiento de la desigualdad, la corrupción política o las prácticas empresariales nefastas, sino con nuestro modo de enfocar las cosas. De ese modo, éstas y muchas otras espiritualidades pueden convertirse fácilmente en una especie de anestesia de los problemas estructurales que nos afectan a todos.
Pero más allá de éstas u otras espiritualidades… ¿Qué es genuinamente la espiritualidad? ¿Cuál es su raíz? O, dicho de otra forma, toda forma de espiritualidad que se reivindique como tal, nos guste más o nos guste menos, ¿dónde hace pie?
Toda espiritualidad hace pie en la trama íntima y singular de la vida y es propia de todos los seres humanos, tengan o no tengan religión. No estamos hablando de algo místico, o de una fe religiosa, sino de un conocimiento muy ordinario, y cotidiano: de aquello que vivimos, hacemos, pensamos, sentimos y observamos en cada instante, pero dándonos cuenta de lo asombroso de esta trama de la vida, de estas vivencias íntimas y permanentes, en la que estamos inmersos cada uno.
Esta vida íntima y singular, propia de cada uno, es a la vez biológica y biográfica. Desde luego, con el colapso de la sustantividad del organismo bio-social que somos, morimos. También cuando se agotan todas las posibilidades de cualquier proyecto o idea que queramos realizar en el futuro lejano o en el más inmediato. Pero fijémonos que la muerte biográfica no va siempre pareja con la biológica. Puedo pasar años, por ejemplo, entubado en un hospital, viviendo como un mero organismo. Una vida plenamente humana necesita de la vida biográfica. Del mismo modo, también morimos cuando olvidamos este extraordinario aparecer de cosas ante mí en cada instante: olores, sonidos, paisajes… Este olvido deshumaniza al ser humano, lo convierte en cosa, en algo medible por su productividad y eficacia, y utilizable, como es muchas veces el caso en nuestro sistema económico, como una mera mercancía. Es la muerte espiritual. Por eso, a menudo hablamos de renacimiento espiritual o de “despertar”, porque con la espiritualidad superamos el “olvido” de la vida íntima y singular propia de cada uno.
Esta raíz de toda espiritualidad es un hecho que puede explicarse de muchas formas. Para una materialista las propiedades de la mente, el espíritu, la conciencia o de esto que hemos llamado la vida íntima, emerge del mismo sistema material corporal que somos, pero entenderá que estas propiedades no son reducibles a los elementos que configuran el sistema: neuronas, cerebro, sinapsis, sistema nervioso etc. Un idealista, en cambio, explicará el hecho espiritual postulando una realidad que trasciende la realidad física, llámese Dios, Alma, o con cualquier otro nombre.
En cualquier caso, el hecho espiritual que intentamos describir, con mejor o peor fortuna, nos abre a una dimensión en la cual es posible una transformación del modo de ser de la persona a través de un “arte de vivir” o de una serie de “ejercicios” y técnicas (yoga, meditaciones, psicoanálisis, oraciones, diálogo consigo mismo, retiros, etc.) que pretenden acceder, retocar o poner en valor la vida íntima.
¿Cuál es entonces la relación entre esta espiritualidad originaria que luego puede declinar en muchas formas de espiritualidad y en la lucha por la transformación social?
Aunque estamos en gran medida determinados por la estructura social (nuestra familia, circunstancias, contexto cultural, grupos sociales a los que pertenecemos), existe una posibilidad de cambio que nace de nuestra dimensión espiritual. Y esta dimensión se entrena con los ejercicios que hemos mencionado, pero también a través de la literatura, la poesía, el arte, la escucha empática de otra persona, la reflexión, la contemplación, el paseo…. Hay un sinfín de prácticas espirituales y sin propiciar algún tipo de cambio personal no hay cambio colectivo. Al mismo tiempo, difícilmente puede haber cambios individuales significativos sin cambios sociales. Los que propugnan un cambio “espiritual” como única condición para la transformación del mundo acaban atrapados por el “status quo” y los que promueven el cambio social olvidando todo “ejercicio” espiritual cuando alcanzan alguna cuota de poder no tardan en parecerse a aquellos que criticaban.
El cultivo espiritual es imprescindible para la lucha social, porque nos permite persistir en la lucha, incluso bajo la sensación de impotencia y los incentivos permanentes para el desánimo, la desesperanza y el cinismo, que son las armas más poderosas del poder. Sobre todo nos permite aceptar el fracaso, comprender que ni el triunfo añade nada, ni el fracaso quita nada a la dignidad humana.
El trabajo sobre uno mismo nos abre la posibilidad de resistir a la apabullante y atractiva religión consumista y redescubrir aquellas actividades improductivas y gratuitas que hacen la vida mucho más agradable y humana que sus substitutos consumistas: disfrutar de un paseo, sentir el viento o el sol sobre la piel, escuchar el sonido del agua que corre, oler un jazmín, conversar con un amigo…
Solo la espiritualidad puede dar significado a nuestra existencia procurándonos esa extraña sensación de bienestar que llamamos felicidad y que se encuentra muy por encima de la acumulación de cosas y solo desde convicciones espirituales podemos mantener a raya nuestra agresividad, violencia y animadversión hacia los otros y practicar una no-violencia activa que es la clave de una verdadera transformación social. Los jainitas dirán que la noviolencia es la única y auténtica liberación.
La espiritualidad nos permite asumir nuestras mismas ambigüedades y fragilidades: la enfermedad, el gran silencio, la muerte, el sufrimiento, la frustración de nuestros deseos y también aceptar la ambigüedad de todas las construcciones históricas humanas y renunciar a crear paraísos en la tierra (ya nos advertía Pascal, que quien quiere hacer el Ángel hace la bestia) sin renunciar a crear una sociedad más justa y fraterna.
La espiritualidad nos religa a todos los seres humanos, a todas las demás vidas singulares sujetas a la misma condición que la nuestra y evita que en las luchas sociales disolvamos el rostro concreto de las personas en ideas abstractas como “la humanidad”, por benéficas que estas ideas sean. En definitiva, no hay una verdadera espiritualidad que no implique luchas sociales (por la ecología, la justicia, la igualdad de género, etc.) ni hay luchas sociales que hagan un mundo mejor sin espiritualidad. La espiritualidad es la que nos permite ser, como decía siempre Pere Casaldáliga, soldados derrotados de causas invencibles.
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