Sin importar nuestro lugar de residencia y sin importar a dónde nos dirijamos, a diario los michoacanos estamos viviendo, sufriendo y padeciendo una ominosa, injusta e insoportable inseguridad. Y eso a pesar de que, desde los diferentes niveles de gobierno, se nos machaque lo contrario. Coexisten, sí, supuestos guardianes del orden de todos los colores y sabores: municipales, estatales, federales y hasta del mismo crimen organizado. El hecho es que día que pasa se desborda la inseguridad.
Ni cómo ocultar, ni cómo desmentir que la gobernabilidad está harto endeble, ausente en una ciudadanía que la necesita cada vez más, tanto, que no encuentra ni para dónde voltear.
Inseguridad manifiesta en múltiples y multímodas maneras: cobro de piso, fraudes, extorsiones, asaltos, secuestros, asesinatos, etc. Inseguridad que no es sino violencia institucionalizada frente a un gobierno cuyas estructuras de justicia y seguridad, con mayor frecuencia de lo que se pueda pensar, se hallan claramente rebasadas.
De ahí la tentación: ¿estaremos al borde de un estado fallido? ¿O qué otra cosa pensar cuando las mafias del crimen organizado cada día se van apoderando no sólo de áreas de muchos municipios, sino hasta de algunas estructuras del poder público?
Por ende, no es de extrañar que, exasperados, no deje de haber ciudadanos que caen en la tentación de recurrir a la autoprotección. Con una situación bizarra: el estado no se lo permite. Lo que, si casa con la ley, orilla a preguntar ¿por qué no se le ve actuar con la misma devoción respecto a los malandros?
