Habido el perverso asesinato de los misioneros jesuitas que llevaban toda su vida entregados a las causas de los más pobres entre los pobres de la Sierra Tarahumara, allá en Chihuahua, lejos de solidarizarse con el dolor de las comunidades a quienes servían esos compañeros sacerdotes y en vez de hacerles justicia, nuestro presidente, centrado en sí mismo, se puso a descalificar al clero de México, acusándole de hallarse apergollado con las clases dominantes. Nada que tenga que ver, según él, con el que el pasado martes 4 de julio se gastara más de tres horas con el hombre más rico de México y a quien días antes pregonara como hombre humilde y ejemplar.
Obrador mantiene una ignorancia tan supina como culposa del papel que innumerables sacerdotes han jugado no sólo en la liberación de los marginados, sino en el andamiaje cultural del mundo occidental. Sacerdotes que forman parte de una iglesia, la única que fundó ese Jesús (Mt 16,18), a quien tanto presume admirar, cuyo papel constituye un referente obligado en la concepción filosófica y espiritual del mundo, eje conductor de su devenir científico y baluarte de la cultura occidental. Ésa que no se puede explicar si no se tiene en cuenta el cristianismo. Como escribe Dawson: “Es la clave de la historia y es imposible entender una cultura a menos que entendamos sus raíces religiosas” (Dawson, C., “The Study of Christian Culture” en Medieval Essays, cap. I, The Catholic University of America Press, 2002).
Desconocedor de su devenir histórico, empeñado en tasar al vaso medio lleno como vaso medio vacío, no dejan de hacer mucho ruido quienes, como López Obrador, se empeñan en empañar el papel fundamental en la cultura occidental de la Iglesia Católica desde su fundación, hace dos mil años, hasta hoy en día. Vaya, con San Gregorio, un ejemplo de su valía: “Cuando en Roma un hombre era encontrado muerto por el hambre, él se abstenía de celebrar la misa, como si se sintiese culpable de su muerte” (Dawson, C, “The Catholic Church” en The Making of Europe, An Introduction to the History of European Unity, cap. II, The Catholic University of America Press, 1956).
De hecho, durante siglos, la Iglesia se volvió indispensable para el bienestar de la sociedad. Y para el progreso del conocimiento humano. Tanto, que San Agustín, con el fin de diferenciarla del ámbito secular, dio por llamarla ‘De civitate Dei’ (La Ciudad de Dios, Gredos, 2002). Interminable sería enumerar cómo fue cincelando la Iglesia las aristas identitarias de la cultura occidental, como también interminable sería enumerar sus grandes personajes.
Y si dentro del pensamiento filosófico habría que destacar a Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, en el desarrollo científico imposible no hacerlo con los sacerdotes Teilhard de Chardin (The Phenomenon of Man) y Georges Lemaître (The Big Bang Theory and the Origins of Our Universe); en tanto en la lucha por la justicia, ya aquí en nuestra patria, ¿cómo soslayar el heroico papel, en la configuración de la independencia de México que jugaron Miguel Hidalgo y José Ma. Morelos? Y en el devenir de nuestra michoacana matria, los padres Maturino Gilberti y Vasco de Quiroga? ¿Y en nuestra diócesis zamorana, sacerdotes como Antonio de la Peña, José María Cázares, Leonardo Castellanos, Rafael Guízar, José Ochoa, Agustín Magaña, Javier Lozano, Pedro Torres, Raúl Duarte, Roberto Flores, Alfonso Sahagún, etc.?
En ese sentido, contrario a los señalamientos de nuestro presidente, así sea privilegio inmerecido y aunque le repugne, ser sacerdote obliga a hacer patria, matria, iglesia y, en el ínterin, dejando de lado toda palabra vana y empeñando al máximo el total de las potencialidades, dedicar la vida a los más pobres y marginados. Lo que, a ojos vistas, no pasa por la óptica de AMLO.