Partiendo de una perspectiva sociológica y relacionando los textos escritos con el proceder humano, Gerd Theissen, profesor emérito de Teología del Nuevo Testamento de la Universidad de Heildeberg, asevera: “Jesús aceptó la función más baja que una sociedad puede adjudicar, la de delincuente ejecutado” (Theissen, G., El Movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de valores, Salamanca, 2005, pág. 53). Lo que aporta una luz al hecho del por qué el mesianismo de Jesús, contrario al que, asociado con el poder y el dominio, esperaban los judíos, fue reiterativamente rechazado.
Bajo esa perspectiva, el padre José María Castillo advierte: “Jesús nunca aceptó títulos de exaltación” (La laicidad del Evangelio, Desclée De Brower, Bilbao, 2014, pág. 155). De ahí que en los evangelios se repita una y otra vez que Jesús prohibía a los enfermos que curaba, el que fueran y anunciaran el bien recibido (Mc 1,43-44). Y que a sus discípulos les prohibiese proclamar su carácter mesiánico: “‘Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?’, les preguntó Jesús. Pedro le respondió: ‘¡Tú eres el Mesías!’. Pero Jesús les ordenó que no dijeran nada a nadie de él” (Mc 8,30).
Todo lo contrario de la autoproclamación de sí mismos que acompaña a los Jefes de Estado en este mundo. Así se definan ortodoxos, como Putin, o cristianos como AMLO, no parecen saber que la auténtica seguridad no radica en el poderío de las armas, ni en su presumida superioridad moral. Si se plantearan el por qué, una de las respuestas se halla en el que pudiese ser uno de los textos más revolucionarios de la Sagrada Escritura. Aparece al final de las cartas de Pablo el Apóstol.
Teniendo como referentes las instituciones veterotestamentarias, ese texto trata la acción salvadora de un sumo sacerdote, fiel y compasivo (Heb 3,1/5,10), quien no es otro sino la persona de Cristo. Y aquí viene lo revolucionario del texto: en vez de apoltronarse en sus atribuciones (Heb 5,11/10.39), Jesús, al morir como ‘delincuente ejecutado’, propone un cambio radical en el paradigma del poder: “el sentido de la vida no radica en la práctica de las observancias convencionales” (Cfr. Supra: pág. 156). No en la politiquería, tampoco en el ritualismo, sino en el ser con Dios, que sólo se hace realidad en el ser con el otro.
Es decir, que el eje de su pensamiento, que la vía de su religión, no sean veterotestamentarios. Que no radiquen en la moralidad ritual, porque ésta no construye comunidad, ni humanizar puede a los poderosos de este mundo. Todo lo contrario: siguiendo el ejemplo de Cristo, que el eje de su proceder apunte a la caridad extrema. Y no porque alguien lo merezca, sino precisamente porque no.