La terrible inseguridad en que vivimos lleva a pedir medidas extremas que lejos de resolver el problema, lo agravaría.
Enrique Cárdenas
La enorme cantidad de asesinatos durante los últimos años en México, pero recrudecidos en los últimos tres, son un dolor que no parece tener fin. Las muertes violentas se suceden unas a otras, ocurren de niños, jóvenes, trabajadores y gente mayor. En cualquier parte del país y a cualquier hora. No hay lugar seguro, ni hora segura. Los caminos y carreteras con cierto grado de seguridad son cada vez más escasos. El territorio nacional sin cobro de piso lo es también.
Todos los días vemos asesinatos de campesinos, de activistas, de periodistas, de personas comunes y corrientes, y ahora también de curas al interior de un templo. Vemos tiroteos que dejan sin vida a personas inocentes en algún restaurante, en algún centro comercial, en una tienda de conveniencia.
La paciencia se va agotando y empiezan a surgir voces que proponen que las familias se armen para que se defiendan (Alejandro Moreno, el presidente del PRI hace dos días), ante la desesperación por la impunidad y la frustración por la política-no política de seguridad del gobierno de López Obrador. Esa no es la opción y sería contraproducente.
Esta semana, como me recordó María Elena Morera, se cumplieron 18 años de aquella marcha por la paz que aglutinó a un millón de personas, que marcharon por las calles y llenaron el Zócalo de la Ciudad de México. Vestidos de blanco, exigían un alto a la inseguridad. Fox era presidente y López Obrador, Jefe de Gobierno del DF. El primero reaccionó y promovió algunos cambios legales e institucionales que, obviamente insuficientes, iniciaban un camino positivo. El segundo llamó a los manifestantes pirrurris, mantenidos de Salinas, y obviamente, como gobernante no hizo nada. Como tampoco lo está haciendo hoy.
Su decisión de militarizar la seguridad pública, con la complicidad de la Suprema Corte de Justicia, al no resolver las acciones de inconstitucionalidad que fueron interpuestas hace más de dos años (y por lo tanto, la ley presuntamente inconstitucional sigue vigente), y con la aceptación del secretario de Defensa de encargarse de la seguridad pública, Luis Crescencio Sandoval, no sólo no ha resuelto el problema; ni siquiera hay indicios de que ello vaya a suceder. Más bien, vemos indicios de que López Obrador ha corrompido a la élite de las fuerzas armadas. Les ha entregado muchos más recursos, puestos públicos que antes eran de civiles, otorgándoles al personal en retiro un doble ingreso, la construcción y operación de obras y la posibilidad de ser absolutamente opacos. Las fuerzas armadas están donde corre el dinero. En las aduanas y en los puertos, y en contacto con el crimen organizado. Ahora que no se confrontan, pareciera más fácil acercarse.
La sangre de mexicanos asesinados corre como un río de desventura y crisis social. Tras el asesinato de los dos jesuitas en Chihuahua, la Iglesia finalmente ha dicho hasta aquí y ha empezado a tomar una posición clara de crítica y oposición al gobierno por la inseguridad. No sé si tendrá algo que ver que el Papa Francisco sea de la misma orden de los sacerdotes asesinados, pero ciertamente hay un cambio visible en la posición de la iglesia católica, y de los jesuitas, en voz de su más alta jerarquía en México.
La terrible inseguridad en que vivimos lleva a pedir medidas extremas que lejos de resolver el problema, lo agravaría. Por ejemplo, para gente desesperada, su única opción ha sido las autodefensas, que han surgido en muchos lugares azotados por el crimen organizado. Pero esa no es la solución, como tampoco lo es que las familias se armen para defenderse. Sentirse vulnerable también tiene otras consecuencias. La inseguridad empuja a la gente a buscar gobernantes que tengan mano dura, a nuestra aceptación de perder libertades individuales a cambio de que haya seguridad, a que los principios democráticos queden en segundo término. No podemos permitirlo. Las consecuencias serían sumamente graves.
Lo que estamos viviendo reclama una acción contundente del gobierno y de la sociedad. Dos años para que termine el sexenio es demasiado tiempo. Al menos otros 70 mil mexicanos serán asesinados. De todas las regiones, de todas las edades y de todos los estratos socioeconómicos. Habrá más periodistas muertos, más feminicidios, más cadáveres colgados en los puentes, más masacres y mucho más dolor. El responsable es el Estado mexicano, y quienes han sido sus titulares. Por eso hoy, el responsable indiscutible del grave deterioro de la seguridad pública es el presidente Andrés Manuel López Obrador, titular del Estado mexicano. (El Financiero)