P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
El pasado 16 de Julio, la Iglesia beatificó al jesuita Juan Felipe Jeningen. Según publicó el periódico L’Osservatore Romano, le llamaban el «buen Padre Felipe» por su apertura a las personas que encontraba, transmitiéndoles el amor del Corazón de Cristo y ayudándoles en sus necesidades espirituales y materiales, por ser capaz de mirar al hombre con la mirada de Dios. Así el cardenal jesuita Jean-Claude Hollerich, arzobispo de Luxemburgo, en nombre del Papa Francisco, lo ha recordado y lo elevó al honor de los altares, en Ellwangen, Alemania. El padre Felipe era el hombre del encuentro por su piedad hacia el pueblo y me pregunto, en estos tiempos difíciles ¿Qué tiene que decir al mundo actual este religioso de la Compañía de Jesús, que vivió en una época muy alejada de la actual y en un contexto histórico caracterizado por continuas guerras, como la del siglo XVII? La respuesta está en su propia existencia ya que, ante todo, vivió y murió desde una fe absoluta en Dios.
Vivimos –dijo el Cardenal Hollerich- en un mundo en el que Dios ya no parece desempeñar un papel importante. En Alemania, sólo la mitad de la población es cristiana» y esta secularización, «no es sólo tangible en números; ha entrado en nuestros corazones y en nuestra forma de vida». De ahí la invitación a dar a Dios un lugar en la vida cotidiana, especialmente los domingos. Entonces el Señor «cambiará nuestras vidas, podremos volver a ser cristianos alegres». El nuevo beato enseña que también se puede dar un lugar a la cruz. «Llevamos -puntualizó- pesadas cruces, la cruz de la enfermedad y la muerte, la cruz de la lucha y la guerra, la cruz de la futilidad y el aburrimiento, la cruz del miedo y la desesperación. Pero, se puede rezar «para descubrir en la cruz la fuente del amor y de la salvación». El amor hace brillar la cruz oscura de la muerte a la luz de la resurrección».
Otro elemento que hay que aprender del padre Felipe es el amor al hombre ya que uno se apresura a «rechazar al otro, a rechazar a todos aquellos que no comparten nuestra opinión personal y nuestra actitud ante la vida». Sin embargo, esto a veces «conduce a divisiones dentro de la Iglesia» y añadió: “Detengamos estas pequeñas guerras». Invitó también a mirar la realidad como la veía el misionero jesuita, con una mirada de amor, porque esto «es el corazón de la capacidad misionera de la Iglesia». Sin el amor a las personas que uno encuentra en la vida cotidiana, el cristianismo no es auténtico y ese amor «debe manifestarse también en nuestro compromiso». En efecto, si «luchamos por la integridad de la creación, si acogemos a los refugiados y trabajamos por la paz, no nos convertimos en una organización social, sino que combinamos el amor a Dios y el amor al hombre». Es este vínculo «vivido por el buen Padre Felipe, el que nos hace testigos del Evangelio en este mundo».
También instó a los cristianos a reflexionar sobre la autenticidad de la fe profesada, preguntándose si se cree en Dios en una forma auténtica y clara. Podría ser, señaló, una pregunta incomprensible, sin embargo, no está munca de más, plantearse ¿qué significa para los bautizados creer en Dios? Para el nuevo beato, la fe en el Señor era algo «mucho más hermoso, mucho más profundo» que no creer en la presencia de un ser superior. «Dios, – explicó el cardenal-, era la alegría de la vida del padre Felipe. Su fe se caracterizaba por una profunda conexión con Dios en la vida cotidiana». Él logró encontrar al Señor «en todas las cosas de su vida, en su cotidianidad». Se le negó una misión en la India, pero fue en los alrededores de Ellwangen, «en la vida extenuante de un misionero popular, donde encontró a Dios». No era la extensión geográfica, sino la profundidad del corazón el lugar del encuentro con Dios pues era, “simplemente” un discípulo de Jesús.
Tenía «una profunda amistad personal con Cristo a través de la meditación de la vida de Jesús tal como aparece en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola y en la lectura de los Evangelios». Se sintió «entregado a Cristo en su misión». El seguimiento de Cristo por parte del nuevo beato «le hace compañero de Jesús en la obra de la salvación». La cruz «no es sólo un instrumento de tortura y muerte, sino un lugar de salvación»; no era «sólo una cuestión de conocimiento teológico, sino de llevar su cruz en la vida cotidiana en el seguimiento a Cristo». La verdadera cruz de la vida cotidiana «tiene una pesadez y causa dolor», pero él «encontró la felicidad allí, encontró el sentido de su vida». La visión de la Santísima Trinidad sobre todas las personas y la mirada del Señor crucificado sobre nosotros lo impactó y pudo encontrar «el amor de Dios por todos, absolutamente todos».