P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Como decíamos la semana pasada, María es la perfecta encarnación de la espiritualidad cristiana. La Iglesia la llama «el tipo del cristiano» o el «tipo de la Iglesia». Es el ejemplo de quien sigue a Jesús, desde la Encarnación hasta la Cruz. Ella nos da su testimonio como discípula que sigue a su Hijo sin reservas por la vida del Espíritu; más aún, ella estaba llena del Espíritu Santo (Lc 1,35). Es la mujer que vivió en plenitud su santidad como criatura normal. Caminó en la fe, escuchó la Palabra de Dios, la acogió en su corazón y fue absolutamente fiel a ella (Lc 2,19, 27.28). Está presente en los momentos más oscuros de la fe, en medio de perplejidades y conflictos; permaneció firme en lo cotidiano de la vida. Como Jesús, experimentó la tentación y la cruz (Lc 2,35) y, a través de ellas, se identificó como ningún otro discípulo en la misión y la obra salvadora de su Hijo.
En la homilía del 15 de agosto de 2009, en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva de Castel Gandolfo, el Papa Benedicto XVI, afirmó: “Con la solemnidad de hoy culmina el ciclo de las grandes celebraciones litúrgicas en las que estamos llamados a contemplar el papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En efecto, la Inmaculada Concepción, la Anunciación, la Maternidad divina y la Asunción son etapas fundamentales, íntimamente relacionadas entre sí, con las que la Iglesia exalta y canta el glorioso destino de la Madre de Dios, pero en las que podemos leer también nuestra historia”. Más adelante, insistió que “la Asunción nos recuerda que la vida de María, como la de todo cristiano, es un camino de seguimiento, de seguimiento de Jesús, un camino que tiene una meta bien precisa, un futuro ya trazado: la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, y la comunión plena con Dios, porque -como dice san Pablo en la carta a los Efesios- el Padre «nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2, 6)”.
Esto quiere decir que, con el bautismo, fundamentalmente ya hemos resucitado y estamos sentados en los cielos en Cristo Jesús, pero debemos alcanzar corporalmente lo que el bautismo ya ha comenzado y realizado. En nosotros, la unión con Cristo, la resurrección, es imperfecta, pero para la Virgen María ya es perfecta, a pesar del camino que también la Virgen tuvo que hacer. Ella ya entró en la plenitud de la unión con Dios, con su Hijo, y nos atrae y nos acompaña en nuestro camino. Así pues, en María elevada al cielo contemplamos a Aquella que, por singular privilegio, ha sido hecha partícipe con alma y cuerpo de la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte. Terminado el curso de su vida en la tierra -dice el concilio Vaticano II-, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).
Benedicto XVI añadió «En la Virgen elevada al cielo contemplamos la coronación de su fe, del camino de fe que ella indica a la Iglesia y a cada uno de nosotros: Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue elevada al cielo, es decir, fue acogida ella misma por el Hijo, en la «morada» que nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14, 2-3). María es la estrella que nos guía hacia su Hijo Jesús, sol que brilla sobre las tinieblas de la historia (cf. Spe salvi, 49) y nos da la esperanza que necesitamos: la esperanza de que podemos vencer, de que Dios ha vencido y de que, con el bautismo, hemos entrado en esta victoria. No sucumbimos definitivamente: Dios nos ayuda, nos guía. Esta es la esperanza: esta presencia del Señor en nosotros, que se hace visible en María elevada al cielo. «Ella (…) es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra». Con san Bernardo –concluyó-, cantor místico de la santísima Virgen, la invocamos así: «Te rogamos, bienaventurada Virgen María, por la gracia que encontraste, por las prerrogativas que mereciste, por la Misericordia que tú diste a luz, haz que aquel que por ti se dignó hacerse partícipe de nuestra miseria y debilidad, por tu intercesión nos haga partícipes de sus gracias, de su bienaventuranza y gloria eterna, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que está sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén» (Sermo 2 de Adventu, 5: pl 183, 43)».