Atilano Cruz Alvarado, Sacerdote y mártir
Su vida se desarrolló durante los peores años de la persecución religiosa desatada sobre México y, pese a ello, se mantuvo firme en la convicción de ser testigo de la Fe católica ordenándose ministro de su altar. Tal determinación hizo que su existencia fuera muy breve, solo 27 años de los cuales apenas uno lo fue como sacerdote. Acompañaba a su párroco, en el ejercicio clandestino de su ministerio, cuando sorprendidos por una partida del gobierno fue asesinado en el municipio de Cuquío.
Nació Atilano en Ahuentia de Abajo, aldea de Teocaltiche, estado de Jalisco y diócesis de Aguascalientes, el 5 de octubre de 1901. Sus padres, José Isabel Cruz y Máxima Alvarado, conformaban una familia muy devota pero de precaria situación económica, por lo que durante su infancia debió ocuparse de cuidar el pequeño rebaño del que vivían. Después de mucho insistir, obtuvo el permiso de sus progenitores para cursar la instrucción primaria en el llamado Colegio de Los Dolores y terminada la misma, sintiendo nacer la vocación religiosa, ingresó en 1917 a la preceptoría del Seminario de Guadalajara. Cumplida esa probación, el 11 de noviembre de 1920 se lo anotó formalmente en dicha Casa de formación sacerdotal, que subsistió hasta el mes de diciembre de 1924 cuando el gobernador José Guadalupe Zuno decretó su supresión y cierre.
Ante esto, los superiores dispusieron continuar la formación de los seminaristas en forma oculta, trasladando los grupos de Teología a las barrancas de San Cristóbal a fin de que completaran allí los estudios. Las cualidades humanas de Atilano, su índole noble y paciente, le granjearon la estima de profesores y condiscípulos. Fue alumno del plantel levítico durante lo más álgido de la persecución religiosa y aceptó ser clérigo cuando este servicio se consideraba un crimen. Por eso el 24 de julio de 1927, con una alegría que le desbordaba, extendió sus manos para que fueran consagradas bajo el azul cielo jalisciense y recibió el Orden Presbiteral de manos de su obispo, don Francisco Orozco y Jiménez.
Entretanto, a partir de la suspensión del culto público el 1° de agosto de 1926 pertenecer al estado clerical llegó a convertirse en sinónimo de proscripción. En Jalisco esa situación se agravó cuando el 11 de enero de 1927 el gobernador giró una circular telegráfica confidencial a los presidentes municipales, en cuya parte final ordenaba “…sírvase asimismo aprehender desde luego, a todos los sacerdotes católicos, en esa comprensión de su mando y remitirlos a esta Capital, a disposición del Ejecutivo”. Desde ese momento la proscripción se transformó en abierta persecución y a poco fueron asesinados algunos sacerdotes. Esto, lejos de amedrentarlo, lo decide a afrontar con total entrega el servicio de su ministerio. Tiene 27 años cumplidos cuando recibe el primer nombramiento, que por cierto será el único, como vicario cooperador de la Parroquia de Cuquío, a donde llegó en el mes de septiembre, quedando sujeto a la autoridad del titular de aquella Pbro. Justino Orona Madrigal. Ejerció sus funciones en las peores circunstancias sin desfallecer, y se acreditó por su solicitud, obediencia y piedad; pues revistiendo la calidad de fugitivo administraba sigilosamente los Sacramentos en los ranchos que su párroco le indicaba vistiendo, a fin de sortear los peligros, el humilde atuendo de los campesinos: calzón blanco, huaraches y sombrero de falda ancha.
Por entonces el municipio de Cuquío se encontraba bajo la férula de José Ayala, personaje de poca solvencia moral, quien atribuyéndose facultades amplísimas que desbordaban su autoridad y enterado de la actividad clandestina de los sacerdotes puso precio a sus vidas. Fortuitamente supo de su paradero, gracias a la indiscreción de un tal Simplicio Gómez, y de inmediato les tendió un cerco al confirmar su presencia en una pequeña hacienda que don Ponciano Jiménez tenía en el paraje llamado Las Cruces, lugar donde sufrirían el martirio.
Con un grupo de soldados a órdenes de Gregorio González Gallo llegó Ayala a ese sitio en la madrugada del 1° de julio de 1928, y de inmediato rodeó la casa donde pernoctaban el párroco, su vicario y otra persona más. Luego de asegurarse que no habría escapatoria posible, arremetió en persona contra la puerta de acceso y, ante los golpes e insultos que proferían los atacantes, el señor Cura Orona Madrigal se adelantó para franquearle el ingreso, pero ante la inminencia de la descarga, gritó con voz templada ¡Viva Cristo Rey! y cayó acribillado. Consumado el crimen, los verdugos ingresaron y a quemarropa asesinaron a José María Orona, hermano del párroco, y al padre Atilano quién los esperaba sonriente y con los brazos abiertos en cruz.
Los tres cadáveres fueron arrastrados al patio de la vivienda, donde los exaltados Ayala y González Gallo los patearon endilgándole toda suerte de expresiones vulgares y soeces. Y para que su muerte sirviera de escarmiento a los católicos de Cuquío, los cadáveres fueron expuestos frente al templo parroquial. Sin embargo, una muchedumbre conmovida dando rienda suelta a su pena protegió los restos de las inocentes víctimas y, a pesar de algunas detenciones hechas por orden de un desaforado Ayala, organizó un solemne sepelio que tuvo lugar la tarde de ese mismo día, en medio de múltiples muestras de consternación, y venerándoselos en la iglesia parroquial de Cuquío, comunidad donde su memoria se mantuvo viva.
El duelo por los mártires fue general y los lugareños alcanzaron la certeza moral de que habían sido sacrificados por testimoniar la Fe católica. De hecho, poco antes de morir el P. Atilano Cruz Alvarado había escrito: “Nuestro Señor Jesucristo nos invita a que lo acompañemos en la pasión”.