El sacerdote «siervo que se desvive» por su gente

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Como decíamos la semana pasada, el magisterio del Papa Juan Pablo I, no fue irrelevante y se caracterizó por su impresionante sencillez evangélica. Así lo demuestra en la homilía que pronunció el 29 de junio de 1968, cuando era Obispo de Vittorio Veneto, con motivo de la ordenación del padre Giuseppe Nadal y que ha sido difundida con motivo de su reciente beatificación. El entonces obispo Luciani, enfatizó lo que para él debían ser los rasgos fundamentales de la identidad sacerdotal y de la asunción del celibato que debe permear su ser y hacer en la misión de configurarse a Cristo. «Mi madre nunca me dijo que fuera un sacerdote. Nunca. Pero era tan buena, amaba tanto al Señor que espontáneamente tomé este camino cuando se puso en contacto conmigo…», expresó. La homilía se conserva en una grabación en que se destaca aquella voz inconfundible que muchos recordamos con nostalgia de los 33 días del pontificado de Juan Pablo I, el Papa ahora beatificado por su sucesor Francisco.

Se trata de once minutos de una homilía, espontánea, clara y directa en la que podemos escuchar palabras que siguen siendo de gran actualidad y que nos hablan de “pastores con olor a oveja», del sacerdote, servidor de una Iglesia en salida y nos ayudan a entrar en el corazón y la espiritualidad sacerdotal del nuevo beato. Enfatiza que cuando se habla de ministros de Dios: esto significa “siervos”, siervos de Dios y siervos del pueblo. Insiste en que un sacerdote lo es cuando es un servidor de los demás y si es un servidor de sí mismo no está bien. Cita a un «santo sacerdote» – el padre Francesco Mottola, futuro beato- que había escrito: «El sacerdote debe ser pan, el sacerdote debe dejarse comer por el pueblo». Por lo tanto, añadió, «para estar a disposición del pueblo en todo momento; renunció a su familia específicamente para estar a disposición de otras familias».

            En una referencia explícita al celibato sacerdotal manifiesta: «Algunos dicen: ‘Los sacerdotes no se casan porque la Iglesia no aprecia el matrimonio, tiene miedo de poner el matrimonio al lado de estas cosas santas’: ¡no es verdad, no es verdad! San Pedro estaba casado, no es eso. En cambio, pensamos esto: la familia es una cosa sublime y grande y precisamente por eso si uno es padre de familia, tiene bastante con hacer su deber: hijos que educar, hijos que criar; está completamente comprometido en ello, la familia es muy grande para que uno esté con una familia y pueda hacer tareas tan grandes como el sacerdocio. Es una cosa o la otra». «Por lo tanto –continuó-, repito: que el sacerdote sea el servidor de todos. Ésta es especialmente su tarea, su lugar: servir. Y la gente sabe entenderlo, cuando ve que el sacerdote es verdaderamente un servidor que se desvive por los demás. Entonces dicen: ‘Tenemos un buen sacerdote’, entonces son felices, entonces son verdaderamente felices’».

Tras asegurar que antes de ordenar a un sacerdote se hacen «muchos exámenes» y se escucha «lo que la gente piensa de él», insiste en el testimonio personal, es decir, en la importancia de encarnar en la vida lo que se profesa y predica. Y lo hace con rasgos que describen su humildad. Porque la palabra predicada, «primero, si es posible, debe ser vivida; no puedo decir a los demás: «Sean buenos», si yo no soy lo suficientemente bueno primero; y si supieran el rubor que supone incluso para el obispo ponerse delante de la gente y decir: «Sean buenos, sean más buenos, quizás no he hecho lo suficiente, tampoco soy lo suficientemente bueno». Sería maravilloso que yo, antes de predicar a los demás, hubiera hecho todo lo que digo a los demás. No siempre es posible. Hay que contentarse con el esfuerzo, tenemos temperamento y también tenemos debilidad. Pero el sacerdote, si quiere serlo, no debe venir a predicar a los demás si antes no ha intentado al menos -con repetidos esfuerzos- hacer lo que pide a los demás». Por último, una recomendación: en la vida pastoral y en la celebración de los sacramentos, «la confesión sobre todo», hay que ser «amable» y tratar bien a la gente: «Siempre les digo a mis sacerdotes: “Queridos hermanos… hay que tratar bien a la gente”. Si es verdad que somos siervos, debemos tratar bien a la gente; no basta con dedicarse a la gente, sino que hay que ser amable con la gente, aunque algunos sean a veces desagradecidos». Y si «no hay siempre una justa gratitud, no debemos trabajar por esta gratitud. El Señor nos espera allí, para ver si a pesar de todo somos capaces de seguir haciendo un poco de bien a la gente”. La conclusión es una oración y un deseo de «sacerdotes verdaderamente santos y verdaderos servidores del pueblo”».

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