Poder al desnudo
El poder del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, es absoluto.
Ni el Legislativo, ni el Judicial, nadie les planta cara. Saben que hacerlo significa prisión.
Ortega no oculta que es un autócrata. No disfraza, en lo más mínimo, que sólo él manda. Se hizo elecciones a modo, con la oposición presa o en el exilio. Se hizo un país a modo, sin protestas porque los que se atrevían a manifestarse terminaban en El Chipote, la cárcel de donde emanan historias de terror y de tortura.
¿La pandemia? A Ortega le hizo lo que el viento a Juárez. No hubo medidas y tampoco información seria que revelara la magnitud del impacto en el país, donde no pararon ni los eventos masivos, ni las escuelas, ni los trabajos.
¿Las leyes? Para eso está El Bachi, como apodan a Ortega porque nunca terminó la universidad. Para cambiarlas y crearlas y encarcelar a periodistas, opositores y hasta sacerdotes bajo acusaciones de amenaza al Estado, incitación a la insurrección o cualquier acusación ambigua en la que todo, y todos, pueden caber.
Ortega, el sandinista que luchó contra la dictadura de Somoza, se convirtió en dictador. Su autoritarismo no tiene límites.
Para acallar a los medios críticos usó como ejemplo a La Prensa. Con su sede confiscada, con su gerente detenido. Otros periodistas, como ocurre en todos los países donde los gobernantes no soportan oír la verdad, terminaron exiliados, para evitar caer presos, o muertos.
En aras de mantener el poder, y de oír sólo lo que quieren oír, Ortega ha ido más lejos, persiguiendo a líderes de la Iglesia católica que han alzado la voz contra la represión, contra la falta de derechos, contra la persecución.
Por motivos de seguridad, Silvio Báez, obispo auxiliar de Managua, fue enviado al exilio. Otro obispo, Rolando Álvarez, está en arresto domiciliario.
Sin embargo, lo que más llama la atención frente al autoritarismo de Ortega, es el silencio de los líderes democráticos, muchos de los cuales han preferido mirar al otro lado. En el caso de Nicaragua, como en el de Venezuela, es claro cómo la “no injerencia” aplica a modo, a conveniencia.
De acuerdo con el Mecanismo para el Reconocimiento de Personas Presas Políticas, desde abril de 2018, 180 personas se encuentran en esta categoría en el país centroamericano. La cifra incluye siete candidatos presidenciales de los que Ortega se deshizo antes de las elecciones de noviembre de 2021.
El régimen tacha de “inventos” las denuncias de violaciones a los derechos humanos, mientras el mundo, en general, guarda silencio, o expresa una débil preocupación que refleja el temor de atizar más el fuego.
Mientras, Ortega continúa avasallando con todo aquello, con todo aquel que signifique una amenaza para el culto a su persona, que tanto le gusta, o a su régimen, el que más tiempo ha durado en Nicaragua (más de 15 años).
Pareciera que no habiendo grandes intereses de por medio, o petróleo, o transnacionales afectadas, es “tolerable” un autócrata en Centroamérica. Mientras no haya un impacto directo a los grandes poderes, es válido mirar hacia otro lado. Importa Nicaragua, sí, cuando los nicaragüenses llegan a suelo estadounidense huyendo de la represión. Entonces sí, se habla, para reclamar fronteras más fuertes.
Por lo demás, los nicaragüenses tienen razón cuando reclaman que el mundo los ha abandonado a su desgracia. Frente a su clamor, los gobiernos sólo hacen: shhhh.