Leyes que no se aplican siempre, a todos, acaban siendo variantes de la moral. Se cumplen cuando uno cree que deben cumplirse.
Aunque tiene su conferencia de dos o tres horas cada mañana y frecuentes videos de fin de semana, el Presidente ofrece cada tres meses algo que llama informe. En realidad, en todas esas transmisiones lo que hace es propaganda. Sin embargo, la obligación constitucional de entregar el informe del estado de la administración, que copiamos de Estados Unidos hace muchas décadas, sigue vigente. Desde el fin del sexenio de Vicente Fox, cuando los seguidores de López Obrador impidieron el discurso político acostumbrado, este informe se entrega por escrito únicamente, y se realiza algún evento en otra parte.
También como resultado del berrinche de López Obrador en 2006 (detonante del fin de los ‘informes’), se prohibió la difusión de la imagen presidencial, y sólo se permiten anuncios unos pocos días antes y después del 1 de septiembre. En el caso de él, esto no tiene ninguna importancia, porque está diariamente en televisiones y radios, pero de cualquier manera quiso hacer sus anuncios. Siguiendo su costumbre, es propaganda plagada de mentiras.
López Obrador no tiene limitación alguna: ni la ley, ni la ética, ni la verdad lo guían. Los anuncios mencionados son un ejemplo de su extraordinaria capacidad de mentir. Por acá hay “el mejor aeropuerto de América Latina”, por allá un Tren Maya o miles de sucursales del Banco del Bienestar o programas de apoyo a pequeños productores, que sólo existen en su mente. No recuerdo un presidente que hubiese faltado a la verdad a ese nivel. El peligro de este comportamiento no es menor.
Las leyes nunca resuelven todos los posibles conflictos al interior de una sociedad. Es imposible detallar y regular todas las variantes del comportamiento humano. Al final, los huecos se cubren con la otra forma que tenemos de decidir cuál debe ser nuestro comportamiento: no lo que debe hacerse, sino lo que consideramos que está bien hacer. A esas reglas personales las llamamos moral o, más recientemente, para evitar la connotación religiosa, ética.
Además de que la ley no puede abarcar todas las posibilidades, su efectividad se reduce cuando su puesta en práctica es irregular. Leyes que no se aplican siempre, a todos, acaban siendo variantes de la moral. Se cumplen cuando uno cree que deben cumplirse.
Es un estereotipo que los latinos (mediterráneos o latinoamericanos) somos particularmente flexibles con la aplicación de la ley. Sin embargo, México se destaca en cualquier comparación internacional en este rubro. Geert Hofstede, pionero en las comparaciones culturales, ha definido una dimensión que llama ‘indulgencia’, que mide cómo una sociedad permite la libre gratificación de los deseos humanos básicos y naturales de disfrutar la vida y divertirse. Por el contrario, un valor bajo en este indicador corresponde a sociedades que limitan esa gratificación y la regulan por medio de normas sociales estrictas. Bueno, en esta dimensión, México alcanza 97 puntos (el máximo es Venezuela con 100). Sólo se nos acerca Colombia, con 83 puntos. Lo que importa es la fiesta.
La dificultad de moderar el comportamiento de los mexicanos es entonces particularmente elevada. Por eso ídolos como Pedro Infante, Pancho Villa o la narcocultura. En este contexto, es especialmente grave que el Presidente sea un ejemplo de la falta de moderación. Por eso su popularidad, pero también por eso el abandono ya no sólo de la ética, sino incluso del cumplimiento de la ley por parte de sus seguidores. Candidatos presidenciales fuera de tiempo, alteración de programas de estudio y prácticas docentes, pensiones a diestra y siniestra, saqueo de recursos públicos, ocurrencias en lugar de infraestructura.
Más allá del muy serio daño económico, de la terrible destrucción institucional, el sacrificio del cumplimiento de la ley y la ética pública en aras de la popularidad serán las rocas que pueden hundirnos definitivamente. (El Financiero)