Dios no nos ama menos cuando creemos que calla

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Estamos a dos días de celebrar el día de nuestros fieles difuntos. Cada vez es mayor la tentación de imitar novedades hartas de ideología extranjera, como los desfiles con disfraces de calaveras, esqueletos, alebrijes y otras alharacas más parecidas al nefasto halloween gringo, que al respeto que siempre hemos tenido a la muerte y, por supuesto, a nuestros seres queridos que se han ido ya con Dios. Conforme pasan los años, enfrentamos el riesgo de olvidar a quienes tanto hemos querido, familiares y amigos que se han ido despidiendo subrepticiamente, poco a poco, como si no quisieran compartir más los años felices, las interminables horas de un amor entrañable o una amistad verdadera compartida desde siempre. Quizá como un mecanismo que nos ayuda a olvidar aquellos dramáticos momentos cuando los veíamos en un ataúd, a punto de ser bajados a una tumba fría, sola y triste de un frío, triste y solitario panteón.

      Conforme pasa el tiempo de la separación, solamente la fe nos puede ayudar a entender    -desde lo más profundo de nuestro ser-, que el recuerdo que tenemos de ellos tiene que trascender lo físico: su cuerpo, su rostro, su voz, su olor, porque ellos son ahora mucho más que eso y que no se corromperán jamás. Solamente en medio del dolor, desde lo inexplicable de su separación y del absurdo de la muerte estaremos en condiciones de comprender que creer desde la noche oscura es parte de la vida. Dios no nos ama menos cuando creemos que calla, cuando no nos demuestra su amor sensiblemente y se muestra impasible a nuestro grito del porqué han debido morir. El único modo para mitigar nuestra angustia y soledad, es vivir la experiencia del aparente abandono de Dios a su Hijo Jesús en la cruz. Y, sólo desde ahí, superar el riesgo de buscar respuestas desde una estructurada y razonada certeza intelectual de la fe para llegar a creer desde el corazón, desde las entrañas mismas, que nuestros seres queridos realmente viven.

Es imprescindible que entremos descalzos en el misterio de la Resurrección de Cristo y, dejar a un lado nuestras seguridades. Percibir con los ojos interiores del alma que ellos están con Dios y que, desde Él, como antes, más aún, mejor que nunca y para siempre, están con nosotros y con quienes tanto queremos y son importantes en nuestra vida. Por eso es tan triste que tanta gente visite los panteones en estos días, sin haber creído que sus seres queridos no están ahí, que Dios los ha ya resucitado. Es doloroso constatar que es la debilidad de nuestra fe la que nos mueve a seguir buscando desde la experiencia sentimental o desde la sombría costumbre de “cumplir” con una tradición y así “estar con ellos” en los tristes panteones… aunque sea una vez al año. Como he insistido reiterativamente, la muerte podría ser una extraordinaria oportunidad para ordenar el modo como vivimos y no llegar a sentir el amargo remordimiento ante quienes nos han dejado y a quienes jamás les hicimos sentir gratitud, amistad, respeto y, mucho menos amor.

Cuando la tentación me invade e imagino sus cuerpos fríos, cuando me duele su solitaria presencia en un panteón, compruebo que mi hambre de verlos, de abrazarlos, de escucharlos y aun de olerlos confirma una auténtica certeza: ¡están conmigo! Cuando la sed de ellos se hace más grande, vuelvo los ojos a Dios que se los ha llevado y le ruego me permita estar juntos, aun cuando mi camino en esta vida no concluya todavía. Sé que desde allá -en algún lugar con Dios-, ellos me hablan, me escuchan, me cuidan y me animan a continuar a vivir mi vocación personal, la que yo he elegido, hasta el último suspiro. Mi fe en Dios vivo me ayuda a convencerme del hecho de que Él salvó su vida y su carne toda del gusano y del mal en esta tierra. Comprendo entonces que morir es solo un momento y que para estar con ellos nuevamente, es necesario –primero-, que yo viva en plenitud y sea quien lo que ellos quisieron que fuera.

La celebración cristiana de la muerte nos ofrece el reto de esperar el momento supremo del encuentro definitivo con la conciencia de que llegará, porque no es algo añadido a nuestro ser sino complemento perfecto a una existencia fundamentada en Dios y en los sentimientos que no mueren. La muerte, así, se abraza como algo que no es ajeno sino es vida absolutamente asumida. El dolor agresivo e indomable encaja así perfectamente en la totalidad de lo que hemos vivido, llorado, gozado, amado y sufrido. Entonces hago mías las palabras de mi amigo José Luis Martín Descalzo: “No me asusta ni el dolor ni la muerte, no me angustian ni las dificultades ni los fracasos. Me aterra solo la mediocridad, la estupidez, la cobardía de quienes se arrinconan en su propio corazón, mendigando piedad a los demás, cuando con su solo coraje podrían recibir la única limosna que verdaderamente cura”.

Domingo 30 de octubre de 2022.

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