El enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética en octubre de 1962 sigue influyendo en la política exterior de la Santa Sede en la actualidad. Incluyendo la actual apertura al diálogo con Vladimir Putin para poner fin a la guerra de Rusia en Ucrania.
Por: George Weiwel
(ZENIT Noticias / Nueva York, 18.10.2022).- El Papa Juan XXIII inauguró el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962. Tres años de trabajo habían preparado el escenario para un extraordinario escenario de cinco horas, cuando 2.500 obispos católicos, cada uno de ellos vestido con capa y mitra blancas, entraron en la basílica vaticana. Se sentaban en gradas acolchadas que llenaban la inmensa nave de San Pedro, desde el baldaquino de Bernini sobre el altar mayor hasta el disco de pórfido rojo cerca del nártex en el que el Papa León III coronó a Carlomagno como emperador del Sacro Imperio.
El máximo órgano legislativo de la historia de la humanidad comenzaría sus trabajos formales el 13 de octubre, tras una jornada de reflexión sobre el magistral discurso inaugural de Juan XXIII. En ese discurso en latín de 37 minutos, el Papa desafió a la Iglesia a curar las heridas de un mundo que casi se había autodestruido en dos guerras mundiales, y a hacerlo proclamando a Jesucristo como la respuesta a la búsqueda de un auténtico humanismo por parte de la modernidad.
Mientras se iniciaba el acontecimiento más importante en los últimos 500 años de historia católica, otro drama histórico atrajo la atención del mundo. El 14 de octubre, al día siguiente de que los obispos del Vaticano II frustraran los planes de la Curia Romana de controlar las comisiones de trabajo del Concilio, un avión espía U-2 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos fotografió nuevas instalaciones militares en Cuba. Ocho días después, el presidente John F. Kennedy informó al mundo de que la Unión Soviética había instalado misiles balísticos de alcance medio e intermedio a 90 millas de la costa estadounidense, armas capaces de devastar Washington, Nueva York y Chicago. El presidente exigió su retirada e impuso una cuarentena naval a Cuba. Durante los seis días siguientes, el mundo estuvo al borde de la guerra nuclear. El 28 de octubre, el líder soviético Nikita Khrushchev –a quien Fidel Castro había instado a lanzar un ataque nuclear preventivo– aceptó retirar los misiles de la isla.
Esta sorprendente coincidencia suele pasar desapercibida. Pero tuvo consecuencias duraderas que aún hoy son evidentes. Si se quiere entender, por ejemplo, por qué el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano, se dejó decir una mentira tras otra por el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov, sobre la guerra en Ucrania durante su reunión en la Asamblea General de la ONU el mes pasado, el inicio de la respuesta se remonta a octubre de 1962.
Juan XXIII y los diplomáticos del Vaticano se vieron muy afectados por la crisis de los misiles en Cuba, sobre todo por la amenaza que suponía para el Concilio. Así, el Vaticano desarrolló un nuevo enfoque hacia Moscú y sus satélites. La Iglesia dejó de condenar públicamente la persecución comunista. Intensificó la apertura ecuménica hacia la Iglesia ortodoxa Rusa, aunque su dirección estaba estrechamente controlada por el KGB. Un veterano diplomático del Vaticano, Agostino Casaroli, comenzó a viajar detrás del Telón de Acero, buscando acuerdos con los regímenes comunistas.
La Ostpolitik de Casaroli, como se denominó esta nueva política, se intensificó bajo el sucesor de Juan XXIII, el Papa Pablo VI. Aunque a los estudiantes de la Pontificia Academia Eclesiástica –la escuela romana de postgrado para los futuros diplomáticos del Vaticano– se les enseña hoy en día que la Ostpolitik fue un gran éxito que ayudó a crear las condiciones previas para el colapso no violento del comunismo en Europa Central y Oriental en 1989, esta afirmación es imposible de sostener a la luz de las pruebas documentales de los archivos de los servicios secretos del Pacto de Varsovia.
El clero católico disidente y los activistas de los derechos humanos se vieron desmoralizados por la Ostpolitik. Algunas jerarquías católicas locales se convirtieron en ramas de facto del Partido Comunista local. Organizaciones aparentemente católicas, dedicadas a la paz mundial, se convirtieron en instrumentos de la propaganda soviética. Y mientras la Ostpolitik hacía poco por mejorar la situación de la Iglesia perseguida, los servicios secretos del Pacto de Varsovia penetraban tan profundamente en el Vaticano que los diplomáticos y los apparatchiks comunistas sabían exactamente cuál sería la estrategia de negociación de sus interlocutores vaticanos con respecto a Hungría, Checoslovaquia y Polonia. Al mismo tiempo, los topos y colaboradores del Pacto de Varsovia en Roma difundieron desinformación al Vaticano II sobre influyentes líderes católicos que los comunistas detestaban, como el húngaro József Mindszenty y el polaco Stefan Wyszynski.
No fue la Ostpolitik, el vástago equivocado de la crisis de los misiles de Cuba, lo que permitió que el catolicismo de Europa Oriental y Central desempeñara un papel importante en la revolución de 1989. Fue la valiente defensa del Papa Juan Pablo II de los derechos humanos y la libertad religiosa. Sin embargo, la Ostpolitik 2.0 subyace en el enfoque acomodaticio del Vaticano hacia los regímenes autoritarios actuales, como lo demuestra la voz del Partido Comunista Chino en el nombramiento de obispos, los esfuerzos inútiles de diálogo con los regímenes criminales de Nicolás Maduro y Daniel Ortega, y la sugerencia de que Occidente es responsable de la guerra en Ucrania.
Es de esperar que el actual aniversario de diamante del Consejo impulse una reconsideración de la historia y un examen de conciencia sobre el presente.
Traducción del original en inglés publicado en The Wall Street Journal realizado por el director editorial de ZENIT. George Weiwel es miembro principal del Centro de Ética y Políticas Públicas y autor, recientemente, de ‘Sanctifying the World: The Vital Legacy of Vatican II’.