Recién regresaba del país del Norte, cuando el director de mi centro de trabajo me pidió que saliera a la Universidad de San Luis Potosí, en un trabajo de intercambio docente.
Acepté sin titubeo alguno dado que la docencia anidaba en mi pensamiento desde muy joven y me encantaba colaborar con centros educativos diversos; esta vez con esta universidad a la que mucha gente calificaba entre las mejores de México.
Me acompañaría uno de mis compañeros, Guillermo, maestro que rebasaba el medio siglo de edad, también docente en nuestro plantel, y Óscar mi auxiliar, alumno aventajado en las materias de citología, histología y organografía microscópica, justamente las cátedras que impartiría en San Luis.
La señora secretaria y administradora de mi centro educativo, Celia, mujer entrada en años, eficiente colaboradora de mi jefe, apenas me entregó los documentos de presentación encarecidamente me pidió.
“Le ruego, por favor, señor Silvio, me traiga unas enchiladas potosinas. ¿Sabe? Yo soy de San Luis y tengo mucho tiempo que no las he comido”.
Cómo iba a negar algo a tan estimada señora de todos mis respetos. Al instante pensé. “para que le lleguen calientitas se las enviaré en avión”.
Ya en San Luis Potosí, presenté los respectivos saludos de parte de mi jefe al director de la facultad, Dr. Macías, y de inmediato organizamos el trabajo que haríamos Memo y yo. Para ello hicimos las divisiones correspondientes en los dos grupos de la facultad de medicina, uno para mí y otro para Memo y, “a darle que es queso de tuna”.
Iniciamos las clases y pronto me di cuenta de que tendría tiempo de sobra, particularmente por las mañanas. Por ello, hice un arreglo complementario, que me fue aceptado, con el Dr. Macías: en ese tiempo tendría charlas sobre Citología con los investigadores del plantel, materia de la que apenas se estaba descubriendo la organización y funcionamiento de la unidad celular como un todo; y cuyos conocimientos se descubrían aquí y allá por investigadores de diversos países. Yo, asiduo lector de las revistas científicas iba conformando en mi mente y lenguaje lo que prometía ser un maravilloso mundo celular.
Debo decir que apenas se vio libre de escuelas, esposa, hijos y perro faldero casero, Memo se convirtió en otro ser: alegre, optimista, dicharachero, cercano a sus alumnos y disminuyó su carga de tabaco, a la que se había aficionado desde muy joven y de la que ya alcanzaba diariamente caja y media de cigarrillos. Llegó a tal su transformación que un día sin más me comentó:
- ¿Oye mano, no crees que sería bueno buscar por ahí una compañera que nos alegre la noche?
- ¡Conmigo no cuentes Memo! Si tú quieres te investigo y ya verás qué hacer.
El delicado trabajo de investigación privado para Memo lo encargué a Óscar; al mismo tiempo le pedí indagara sobre las enchiladas potosinas que tan sabrosamente me había pintado la señora administradora y secretaria de mi escuela. Luego de varios días la respuesta no se hizo esperar.
Oscar me dijo:
- Lo de las enchiladas me dijeron que las mejores las hacía una señora Doña Chole. Lo que no me dijeron fue en dónde se pone; si en una esquina; en el mercado; en la mañana o en la noche; bueno, pero eso creo que ya será más fácil de averiguar.
- ¿Y el asunto de Memo?- inquirí.
- Mire maestro: en la peluquería a donde fui a cortarme las greñas me dijeron que viera a un vendedor de tunas que está entrando al pueblo; luego el vendedor de tunas me mandó con un panadero de nombre Secundino del Pilar, que me dijo que eso estaba muy penado; para ablandarlo le di veinte pesos y soltó la lengua. Salió de la panadería y con un chiflido llamó a un azul que dirigía el tránsito, para que me llevara cerca del cuartel a una dirección que él ya conocía y estaba pintada de azul. Con otro gesto el azul me habló claramente y me llevó en su patrulla que conducía un segundo azul, a la dirección fachada color azul. La casa de los azulejos (fachada y puerta) resultó ser la de toda una dama -la tía Martha-, con quien tuve una charla sumamente agradable. Claro que le dije que el “asunto” era para otra persona.
- Hiciste un buen trabajo Óscar.
- Ni tan bueno maestro, me salió en ochenta pesos.
- No te apures, Memo, se va a caer con un billete de cien pesos.
Esa misma noche, a las 22 horas si mal no recuerdo, llevé a Memo en mi coche hasta el tugurio de la amable tía Martha.
- ¿No va a entrar usted?, me preguntó la tía Martha. Puedo llamar a una compañera.
- Gracias, el trabajo era para el señor.
- Bueno, es obvio que le ruego discreción. Esto que hacemos ahora es muy delicado y casi casi prohibido por órdenes del señor gobernador que resultó ser tremendamente mocho que no católico.
- No se preocupe tía Martha. Conmigo esta todo seguro.
La señora amablemente cerró su puerta azul y Memo desapareció de mi vista.
Al siguiente día, primera hora de labores en la facultad, inicié mis clases con los señores investigadores. Así fueron todos los días, muy temprano en la mañana.
Cada sesión con ese grupo docente fue una tarea de discusiones que mostraban que no estaban de acuerdo con los conocimientos que yo les entregaba. A veces eran tan acaloradas que me dieron la impresión de que los investigadores asistían solamente por órdenes del C. Director. Claro que ellos también mostraron su propio malestar, un malestar “cafeteado”.
Sin excepción, todos los días, apenas congregado el grupo en el respectivo salón, entraba una asistente con una bandeja. En ella había tantas ollitas rebosantes de un aromático café como el número de docentes que estaba presente. Nunca hubo una para mí.
El cursillo se terminó; el director me dio las gracias en el pleno de los tomadores de café; y si los vi alguna vez, ni nos conocemos. Sin embargo, los conocimientos sobre el mundillo celular y sus componentes avanzaron hasta la concepción holística e integral de la unidad celular; con el tiempo y seguramente los investigadores, tomadores cotidianos de café, me tuvieron que dar la razón, aunque no hubo disculpas. De todos modos, tengo un diploma que acredita mi trabajo especial con ese grupo de dizque sabios científicos.
Respecto a la investigación del sitio donde venderían las famosas y riquísimas enchiladas de doña Chole, Óscar y yo nos dimos a la tarea en los ratos libres de los compromisos adquiridos en la facultad; tareas que tuvimos que interrumpir porque Memo no asistió a clases a la mañana siguiente de su cita con la tía Martha.
Después de una búsqueda exhaustiva que por poquito y nos lleva al auxilio de la misma policía, encontramos a Memo llorando y briago, “hasta las manitas”, botado cuan largo era, que no era tan mucho, en el pasto ajardinado de la alberca, pidiendo perdón a su mujercita santa por haberla engañado.
- ¡Perdóname mujercita, no lo vuelvo a hacer! ¡Diosito, perdón, perdón!
Como pudimos Óscar y yo lo llevamos a su habitación donde continuó con sus imprecaciones y llantos por el pecado cometido. Por fortuna, sólo Óscar y yo conocimos de su nocturna aventura.
Olvidado el desaguisado del compañero, Óscar y yo proseguimos la tarea de encontrar el sitio de venta de aquellas ricas enchiladas que hacía doña Chole. Casi nos dábamos por derrotados por la exhaustiva e infructuosa búsqueda sobre las imaginadas “enchiladas de Doña Chole”, cuando se nos antojó comer “cabrito al pastor” en un restaurante de la carretera San Luis – Matehuala. Por no dejar preguntamos a quien nos atendía en aquel lugar. Al oír su contestación, Óscar y yo entramos en un ataque de risa que ocasionó cierta molestia al mesero.
- No se moleste -le pidió Óscar. Es que anduvimos por aquí y por allá; como quien dice, hasta el cansancio buscando a la tal Chole y sus enchiladas.
- ¿Y luego? -intervino el empleado más calmado.
- Pues que con su respuesta casi nos mata.
- Es la verdá, en todo San Luis, que yo sepa no hay ninguna Chole que venda enchiladas. Seguramente se confundieron y no les dijeron bien. Aquí adelantito, por esta carretera hay un pueblo que se llama SOLEDAD DIEZ Gutiérrez. El pueblo tiene una calle con muchos expendios y todos ellos se dedican a vender enchiladas.