El amor muere si lo dejas morir por dentro

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Decíamos la semana pasada que la familia se ha convertido en la encrucijada de toda fragilidad: los jóvenes tienen un miedo profundo al compromiso, se manifiestan con una profunda fragilidad para afrontar los problemas de la convivencia y, por lo tanto, se alejan cada vez más de todo aquello que les implique una opción de vida definitiva. Por otro lado, constatamos con tristeza que los vínculos se rompen, las rupturas matrimoniales son cada vez más frecuentes y, con ellas, la ausencia de uno de los padres y el dolor de los hijos que sufren el fenómeno. Las familias se rompen, se dividen, se recomponen, sus formas se multiplican. Los individuos pueden «hacer familia» de las formas más diversas: cualquier forma de «convivencia» puede reivindicarse como familia, lo importante -se subraya- es el amor. La familia no se niega, sino que se sitúa junto a nuevas formas de vida y de experiencia relacional aparentemente compatibles con ella, aunque en realidad acaben por desbaratarla. Los datos muestran la aparición de una especie de circuito de desincentivo hacia «tener una familia».

De acuerdo con datos de la Pontificia Academia para la vida, el horizonte cultural y social en el que se sitúa la crisis de la familia es ese proceso de «individualización» que está caracterizando a nuestras sociedades. El afán por la autoafirmación, la autorrealización, el bienestar individual, incluso el culto a uno mismo, ha invadido la sensibilidad de la mayoría. Lo que surge es un mundo donde el «yo» prevalece sobre el «nosotros» y el individuo sobre la sociedad. Se da casi por sentado que en ese contexto se prefiere la cohabitación, al matrimonio, la independencia individual a la dependencia mutua. La familia, en una especie de inversión social, se concibe como una «célula de autorrealización» y no como la «célula básica de la sociedad».  El matrimonio se concibe sólo en función del yo: cada uno busca su propia individualización singular y no la creación de un «nosotros», de un «sujeto plural» que trascienda las individualidades sin anularlas obviamente, sino haciéndolas más auténticas, libres y responsables.

El yo, nuevo dueño de la realidad, es también dueño de la familia. En un contexto como éste, la familia, tal y como ha sido concebida durante siglos, lucha por resistir. Y las conclusiones que algunos estudiosos sacan de sus estudios estadísticos sobre las tendencias del matrimonio y la familia dan qué pensar pues todo nos lleva a pensar que el modelo tradicional de familia está muriendo. Sus investigaciones apuntan a un singular crecimiento en los últimos años de las llamadas familias «unipersonales»; un fenómeno que parece claro en los países ricos pero que, en forma alarmantemente creciente se experimenta ya en países como México en los que la familia había sido la base, el fundamento de la sociedad. Mientras que, por un lado, se produce el colapso de los matrimonios y de las familias «normales», es decir, compuestas por padre-madre-hijos, por otro lado, crecen las formadas por una sola persona, unipersonales.

La disminución de los matrimonios religiosos y civiles no se traslada a la formación de otras formas de convivencia, sino al crecimiento de las personas que eligen estar solas. Es una cultura cuyo resultado es la insoportabilidad de cualquier vínculo estable. El colapso de la familia, por tanto, no se traduce en el crecimiento de otras formas nuevas y diferentes de familia, sino simplemente en menos familias estables y consistentes y en el crecimiento de personas que eligen vivir solas. Podría decirse que la afirmación bíblica «no es bueno que el hombre esté solo» (de la que se originó la familia y la propia sociedad) está dando paso a su contrario, a saber, «es bueno que el individuo esté solo» (de la que se deriva el individualismo social y económico). El «yo», el individuo, liberado de toda atadura, se enfrenta al «nosotros». Y la familia, fundamento del plan de Dios para la humanidad, se ha convertido en el escollo del individualismo desenfrenado. A este propósito, me parece que una historia de Bruno Ferrero nos ayuda a reflexionar. Nos dice que un hijo que veía con tristeza y no poco dolor que sus padres se agredían, en casa se sufría un silencio atroz y, al intuir que se estaban separando, escribió: «Al vivir y crecer con mis padres, creí que su amor nunca moriría. Me imaginaba que era como un gran árbol preparado para afrontar cualquier tormenta y, sobre todo, el tiempo. Me dijeron que los grandes amores, como los árboles, no mueren por una ráfaga de viento o por un poco menos de agua. Se mueren si los dejas morir por dentro, como les pasó a mi padre y a mi madre».

Domingo 27 de noviembre de 2022.

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