Las parákatas, las Mariposas Monarca.

            Por Benjamín González Oregel.

            “Nuestro Dios, Curicaueri, ha hablado: ¡Saldrás inmediatamente! Ve a los territorios del Oriente –ordena el Cazonci, gobernante purhépecha, a Uakusi, sacerdote mayor–. Tomarás a los jóvenes, a las mujeres y a los ancianos. ¡Que preparen lo necesario! Emprenderás un viaje con ellos. Será un recorrido muy largo y riesgoso. Pero será la única forma de salvarlos y que nuestro pueblo no perezca –indica el gobernante.

            –¡Guíalos hacia su nuevo hogar! El cual estará repleto de altos árboles, que les protegerán del frío; de inmensas montañas, que les resguardarán de los enemigos; y de gente que les brindará su amistad. Los hombres más fuertes se quedarán en la ciudad para defenderla y evitar que los extranjeros lleguen a devastarla. Ustedes regresarán cuando todo se haya cumplido, cuando todo se haya calmado, cuando la paz y tranquilidad imperen nuevamente en nuestro territorio –señala el señor de Tzintzuntzan.

            “La literatura es la oportunidad de perpetuar nuestras palabras para la inmortalidad… Escribir la grandeza de mi pueblo es un privilegio, y presentarla a otros es un honor…”. Con este texto, la maestra Norma Vivian Martínez Flores, anunció la puesta en escena de Las Parákatas –de su autoría–. Tal evento se enmarcó en el programa con que la docencia, el alumnado y la dirección del complejo escolar INEDI, celebró las festividades propias de estas fechas: Santos y Difuntos. El programa completo se llevó a cabo en las instalaciones del Teatro Obrero de esta ciudad.

            Al estreno asistieron cientos de invitados –los padres de los alumnos del INEDI–, además de no pocos estudiantes. Tantos que la luneta del bello edificio, se vio colmada; misma cara que ofrecieron la primera y segunda galerías del edificio. El respetable estuvo a la altura esperada. Las nutridas palmas, al finalizar cada uno de los números y actos, no se hicieron esperar.

            No faltaron, ni debían hacerlo, las danzas originarias de nuestro Estado –¡Había que haber visto a los miembros de los grupos infantiles, a la hora de estar en el escenario!–. Y menos  las pirekuas –alguna trajo bellos y nostálgicos recuerdos a este autor–, composiciones en las que intervienen elementos e instrumentos traídos por los evangelizadores, y que fueron interpretadas por cantantes de la misma institución. La conducción de la maestra Carmelita, excelente.

Esta obra, además, se pudo ver y disfrutar, en fechas posteriores, en los móviles escenarios de La Calzada y el jardín de El Teco.

            Allí, todo era esplendor

            Todo comenzó el día en que el Uakusi, al escuchar un viento fuerte, fijó su mirada en el horizonte. Ante esto, el sacerdote mayor se preocupó por el futuro y se preguntó “¡qué le espera a mi pueblo!”. Supo, en ese instante, que tendría que emprender un largo viaje.

            Ese caminar duró 10 días. Pero se sintió feliz al ver lo impresionante del poblado; y la majestuosidad del lago. Tanto, que su mirada se encandiló ante el deslumbrante azul de las aguas. Reconoció, entonces, lo atinado que habían sido sus ancestros al llamarlo Pátzcuaro, ya que uno de sus significados lo señala como “La entrada al Paraíso”. Y en realidad, se trataba de la puerta que daba acceso a otro mundo; el paso más importante e imponente para entrar al grandioso señorío de los purhépechas. Allí, todo era esplendor y abundancia. Grandes árboles custodiaban la entrada, como si de guerreros se tratara. Agua por doquier; a más de flores silvestres y multicolores, que parecían haber sido sembradas con la intención de engalanar y cautivar los sentidos de nativos y visitantes.

            Luego de llenar su espíritu ante tamaña sublimidad, Uakusi continuó su camino. Eso duró unas cuantas horas, casi llegaba a su anhelado destino; la capital del imperio, la majestuosa y señorial Tzintzuntzan. Al cabo de un rato, alzó su ágil mirada y quedó sorprendido de las perfectas y colosales construcciones que destacaban en la colina. Parecía que tocaban las nubes. Los rayos del sol y la vegetación le propinaban al entorno un tenue color verde brillante que él jamás había visto. Quedó asombrado cuando observó la gran cantidad de colibríes que alegres revoloteaban entre las flores del camino. Apresurado, subió la empinada colina que lo llevaba a las yácatas, hogar del Cazonci: Tangaxoan Tzintzicha.

            He venido del Oriente

            Como indican las reglas, al interior de las yácatas se debe entrar descalzo. Un grupo de 4 guerreros, expresamente destinados a tal propósito, vigilan y dan cuenta de que todo se haga de acuerdo a los lineamientos.

            –He venido del territorio del oriente, soy Uakusi, el Petámuti, es necesario que hable con el Cazonci –expresa el recién llegado.

            –Espera un momento,… Vendrás cansado por el viaje. Ve a tomar alimentos y algo de beber –indica uno de los guardianes.

            –Iré  a avisar a nuestro gobernante –advierte un segundo custodio.

            –¡Sígueme! Vamos a que te refresques y descanses un poco –ordena un tercer cancerbero, tiempo después.

            Llegarán unos extranjeros

            –¡Adelante, Uakusi!, el Cazonci te espera –invita el cuarto guerrero, mientras franquea el acceso–. En tanto, el recién llegado dejaba las gastadas sandalias. Era costumbre que, antes de traspasar el pórtico y para entrar al recinto, los visitantes habían de descalzarse. A más de que al hacerlo, se debía caminar con la vista puesta sobre el piso, en medio de la reverencia que por reglamento se debía al rey; mientras éste permanecía sentado en trono. Esta vez, empero, el Cazonci, no podía esconder la preocupación que le agobiaba.

            –¿Qué te ha traído hasta este lugar? ¿Por qué has dejado solo mi señorío de oriente? –pregunta el monarca, mientras el Uakusi pone su rodilla izquierda sobre el piso.

            –¡Señor!, se me ha revelado el futuro en un sueño. Nuestro Dios, Curicaueri, “El Mensajero”, me ha dicho que nuestro pueblo ha de perecer, que nuestros dioses serán destruidos, sus templos derribados y nuestros hijos esclavizados. Llegarán a nuestras tierras unos extranjeros, venidos de donde el “cielo se junta con el mar”, trayendo fatalidad a nuestro pueblo. Ingresarán por el oriente, por las tierras de Senguio –relata el Petámuti. Y su voz transmite tristeza y desesperación. Aunque, al hacerlo, su fraseo deja entrever  desesperación. Sonaba a ruego su mensaje, en tanto esperaba la respuesta.

            ¿Son verdad los rumores?

            –Entonces, ¿son verdad los rumores que se oyen, de la caída de los mexicas, a manos de los extranjeros, que traen venados sobrenaturales y armas poderosas como el rayo? –inquiere el Cazonci.

            –Lamento decirlo, señor, pero los rumores se confirman –contesta el Uakusi–. ¡Dígame, qué debemos hacer!

            Luego de un tiempo de espera, el Cazonci dice: Nuestro Dios, Curicaueri, ha hablado: ¡Saldrás inmediatamente! Ve a los territorios del Oriente –ordena el gobernante purhépecha, a Uakusi, que es el sacerdote mayor–. Tomarás a los jóvenes, a las mujeres y a los ancianos. ¡Que preparen lo necesario!…

            –¡Así lo haré! ¡Esta orden se cumplirá hasta la última palabra!

            Apenas deja al gobernante, el Uakusi reúne a la gente y le explica los deseos del Cazonci: “Hermanos purhépechas: nuestro Cazonci ha ordenado que dejemos nuestro amado territorio del Oriente. Se irán conmigo algunos hombres mayores y las mujeres. Otros, se quedarán aquí, a defender nuestro hogar”.

            Un día después, los purhépechas iniciaron su travesía. La mañana era fría, a su paso se escuchaba el crujir de la ligera capa de escarcha del hielo, que cubría el terreno.

            Uakusi, que iba al frente de los que partían, volteó hacia atrás para despedirse, en silencio de la pequeña ciudad. Y se preguntaba: ¿Cuánto tiempo pasará para que vuelva a respirar el aire fresco de las montañas? ¿Cuándo volveré a disfrutar el aroma de la resina de los árboles, o ver la suntuosidad de los campos sembrados de maíz? ¿Hasta cuándo volvería a escuchar, una vez más, la voz de los hermanos que se quedaban? Mientras, en cuanto las condiciones lo permitían, quebraba alguna rama del árbol más cercano que tuviera, con la esperanza de que, al volver, le sirviera como señal para ubicarse y no extraviar el camino.

            Durante el viaje, no faltaron quienes se quejaban de lo extenso de los valles que cruzaban, de lo caliente del clima en las desérticas tierras y del cansancio. Echaban de menos sus casas y sus familias. Sin embargo fieles a su tradición y costumbres, los súbditos del Cazonci no se daban por vencidos. Seguramente se fortalecían con el recuerdo de los triunfos que habían obtenido sus ancestros, ante los temibles mexicas, A los que habían derrotado en 1470.

            La batalla más grande

Los Aztecas invadieron territorio tarasco, pero fueron detenidos en la frontera, en la ciudad de Taximaroa (Ciudad Hidalgo), en donde ambos ejércitos protagonizaron la batalla más grande del México precolombino. Finalmente el ejército tarasco salió victorioso; provocó  una de las derrotas más dolorosas del imperio azteca. Tzitzipandacuare, a la sazón jefe purhécha, pronto realizó una contraofensiva e invadió el territorio controlado por los mexicas y tomó ciudades como Xicotitlan, Temascaltepec, Ixtalhuaca y Tollocan (Toluca). De allí la importancia y cuidado que el Cazonci tenía por aquella región del oriente. Entre las que se contaba Senguio.

Pero eso había sucedido décadas atrás. Hoy, entre otras cosas, los miembros de la expedición, para mitigar las penas que la época y el tiempo les causaban buscaban formas. Para ello, Uakusi los instruía a conseguir resina, polen y hojas secas, para con ellos poder confeccionar envoltorios para soportar el frío. “Ahora sufrimos, pero pronto llegará el tiempo de la gloria y el regocijo. Nuestro Dios lo prometió. ¡Sigamos caminando! –alentaba el dirigente.

Profundo sueño

Con los elementos que habían reunido, hicieron objetos parecidos a las bolsas. Así, el frío era menos intenso y más llevadero. Uakusi vigilaba y cuidaba para que todos estuviesen bien cubiertos; que nadie se quedara a la intemperie o desprotegido. Después de todo, era el sacerdote mayor, el Patámuti, era el guía y protector.

Curicaueri los observaba desde el sol y al ver tanta resignación y añoranza por su tierra de origen, se conmovió hasta las lágrimas. Y los hizo caer en un profundo sueño. Sueño que duró casi 3 semanas. Entonces ocurrió la metamorfosis; la magia se hizo presente.

Al despertar, los purhépechas se dieron cuenta de que su cuerpo lucía minúsculo, diminuto y ligero. Su aspecto era de color naranja y brillante. En lugar de brazos tenían alas, mismas que les permitían volar con libertad hacia donde ellos querían. Ahora, ya no eran los purhépechas exiliados. Eran las primeras parákatas, las Mariposas Monarca, “las de la Transformación Somnolienta”.

Cómo saber el camino?

Cuenta la leyenda que, con el paso de los días, una soleada mañana, con cálido viento, el Uakusi descubrió la tierra prometida y dijo: “Hemos llegado a nuestros nuevo hogar. Es tal como nuestro Cazonci lo dijo”.

“En reconocimiento a su perseverancia, lealtad, valentía y obediencia, ustedes han sido premiados –les hizo saber el Curicaueri–. Podrán regresar a su verdadero hogar. ¡Vayan y pasen por los lugares en donde se fueron quedando sus parientes; ellos están dormidos, los están esperando para hacer el viaje de regreso, juntos! ¡Vuelen durante el día; así, irán bajo mi protección y de noche duerman en los árboles. Formen perchas para darse calor y protegerse de las inclemencias”.

“Pero ¿cómo sabremos el camino, si nuestra memoria es débil? –inquirió una mariposa.

–¡Busquen las ataduras que Uakusi fue haciendo en los árboles! Estas les mostrarán el camino de regreso a casa –dijo la deidad.

Así lo hicieron, todas emprendieron el vuelo. Curiosas, observadoras e instintivas, encontraron las ataduras, lo que les permitía recoger a sus seres queridos, los que habían fallecido durante el camino. Al llegar, ellos también se convirtieron en Parákatas (Mariposas). Se unieron al grupo y, una vez más, llenaron el firmamento con su color.

El tiempo siguió su curso: los días, las semanas; los meses pasaron y cerca del día de Los Fieles Difuntos, en coincidencia, cuando se levantaban lacosechas, algo raro comenzó a ocurrir en los territorios del Oriente.

Al final, bajo el pórtico del teatro o sobre la banqueta de la avenida 5 de Mayo, todo era felicidad.

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Un viaje a través de la historia del periódico Guía.

Colegio Fray Jacobo Daciano