México no tiene un jefe de Estado, tiene un activista, un fanático de ideologías viejas e inútiles que la historia ha archivado en el rincón de los fracasos.
Desatado, sin límite ni moderación alguna. Olvidemos siquiera alguna semejanza remota con un jefe de Estado del que México carece hace cuatro años.
Andrés Manuel López Obrador está perdiendo todo resabio de equilibrio al desatar una cascada de insultos y agravios a los opositores. “Racistas, clasistas, hipócritas, corruptazos y cretinos” escupió sin mesura alguna hace unos días. La marcha en defensa del INE el próximo domingo, lo tiene fuera de sus casillas.
En Palacio Nacional reside un activista político, un líder social inigualable, con impacto profundo en la sociedad mexicana desde hace décadas. No un jefe de Gobierno que dirige el curso de la nación en beneficio de todos los mexicanos, que gobierna con equilibrios, pesos y contrapesos en la consolidación de la democracia.
Tampoco un jefe de Estado —ya quisiéramos— que busca y fomenta el consenso y el acuerdo de la República ante la inevitable lucha social de grupos, intereses, preferencias o inclinaciones.
Un jefe de Estado evita la división y la confrontación, porque está consciente de que quien pierde, es la patria. Enfoca toda su energía a construir puentes de diálogo y entendimiento entre grupos políticos, económicos, religiosos, culturales de toda índole.
México no tiene un jefe de Estado, tiene un activista, un fanático de ideologías viejas e inútiles que la historia ha archivado en el rincón de los fracasos.
Nuestro presidente insulta con frecuencia y soltura a quien se le antoja.
Nuestro presidente, o como él prefiere presentarse: el de sus seguidores y quienes votaron por él —que no de todos los mexicanos— antepone la descalificación constante y el señalamiento a “los otros”, esos que se atreven a pensar de forma distinta.
Nuestro presidente rechaza la expresión de todo pensamiento diferente al suyo, los califica de traidores y demás epítetos denigrantes.
¿Por qué sí era digno ser opositor cuando AMLO encabezaba marchas y movimientos en contra de los gobiernos en turno? ¿Por qué sí era válido expresar respeto y tolerancia desde el poder, pero incluso desde muchos otros grupos políticos y sectores sociales?
Hoy ese derecho está negado, pisoteado, escupido y denigrado.
Quienes se manifiestan en la defensa de un derecho constitucional, el ejercicio libre al voto soberano, avalado y escrutado por una autoridad autónoma separada y distinta al gobierno, ese es un opositor, un conservador, un fifí, un corrupto y cretino, sume usted una larga lista de calificativos.
López Obrador ha perdido toda compostura —si algún día la tuvo— como un mediano presidente de la región, que se presenta a sí mismo como un demócrata.
Ataca y escupe insultos a diestra y siniestra.
Esta misma semana le tocó al Dr. Roger Bartra —quien celebra sus 80 años de vida en estos días— con una larga carrera académica y de investigación, que en mucho ha enriquecido la reflexión de la izquierda política en México y el mundo. En El Financiero Bloomberg, el Dr. Bartra declaró hace un año: “Andrés Manuel no es de izquierda, no es liberal, y tampoco es un demócrata”. Sentencia transparente y lapidaria del hombre que hoy gobierna el país, y pretende controlarlo en todas sus dimensiones y espacios, incluso los electorales.
López Obrador pretende imponer su modelo de país, sin la consulta a la ciudadanía. Y aquí hay una trampa mortal sembrada desde el poder: ganó las elecciones (2018) con 30 millones de votos y 53 por ciento del electorado en esa jornada. Pero nunca dijo que quería desaparecer al INE; nunca dijo que quería echar para atrás la reforma energética y nacionalizar una industria abierta a la inversión nacional y mundial; nunca dijo que destruiría el proyecto del Aeropuerto de Texcoco —con un costo a la patria de 333 mil millones de pesos—, inundado exprofeso y tirado a la basura.
¿El voto legítimo y mayoritario en las urnas otorga un cheque en blanco para que el gobernante electo haga lo que se le dé la gana?
Con toda certeza la respuesta es NO, y para eso existen las instituciones de contrapeso democrático: el Congreso, el Poder Judicial, los organismos autónomos.
Cada una de esas instancias ha sido minada por el presidente de la República. El Senado y la Cámara de Diputados, dominados por legisladores de su movimiento, serviles, abyectos y obedientes al poder presidencial, como en 1913 y la decena trágica.
La Corte, infiltrada por sus simpatizantes, ha perdido equilibrio y objetividad.
Muchos organismos, estrangulados con el presupuesto, la incompleta renovación de consejeros o la militancia descarada de sus integrantes: Comisión Nacional de Derechos Humanos, Cofece, CRE, IFT y tantos otros.
El país enfrenta una regresión democrática de riesgos incalculables.
Queda el INE como el último bastión de la democracia. Si le mete mano, lo desaparece y nos hereda un organismo a modo del gobierno, México retrocederá 50 años de lucha democrática, de construcción de equilibrios, de consolidación de derechos y libertades. (El Financiero)