Los autócratas sienten aversión por los organismos autónomos, el sistema judicial y los organismos reguladores.
Uno de los libros que más me atrajo este año –cuya lectura sugiero en los días de asueto que se avecinan– fue Cómo mueren las democracias (Ariel), de los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, que dan cuatro señales de alerta para identificar a un autoritario:
“Deberíamos preocuparnos en serio cuando un político 1) rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego, 2) niega la legitimidad de sus oponentes, 3) tolera o alienta la violencia o 4) indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación… Un político que cumpla siquiera uno de estos criterios es causa de preocupación”.
La democracia está en riesgo –o perdida– en no pocos países que han caído en manos de populistas autoritarios, y la responsabilidad de enfrentarlos, señalan los profesores de Harvard, no recae en los empresarios ni del ciudadano de a pie, sino fundamentalmente en los partidos políticos.
“Dicho sin rodeos, los partidos políticos son los guardianes de la democracia”.
Esa idea cruza toda la obra, que salió hace cuatro años, pero su vigencia la hace lectura indispensable.
Citan a uno de los padres fundadores de la República en Estados Unidos: Alexander Hamilton, que escribió en Los papeles federalistas:
“Casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo: se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos”.
Señalan: “La abdicación colectiva, la transferencia de la autoridad a un líder que amenaza la democracia, suele estar provocada por (…) la creencia errónea en que es posible controlar o domar a una persona autoritaria”… “Ahora bien, cuando lo que se tiene delante es un déspota en potencia, la élite política debe rechazarlo sin ambigüedades y hacer todo lo posible por defender las instituciones, aunque ello implique aunar temporalmente fuerzas con sus adversarios acérrimos”.
Los profesores Levitski y Ziblatt afirman que “los populistas suelen ser políticos antisistema, figuras que afirman representar la voz del pueblo y que libran una guerra contra lo que describen como una élite corrupta y conspiradora. Los populistas tienden a negar la legitimidad de los partidos establecidos, a quienes atacan tildándolos de antidemocráticos o incluso antipatrióticos”.
Dicen que “la erosión de la democracia tiene lugar poco a poco, a menudo a pasitos diminutos. Cada uno de esos pasos, por separado, se antoja insignificante: ninguno de ellos parece amenazar realmente la democracia. De hecho, los movimientos del gobierno para subvertirla suelen estar dotados de una pátina de legalidad: o bien los aprueba el Parlamento o bien el Tribunal Supremo garantiza su constitucionalidad. Muchos de ellos se adoptan con el pretexto de perseguir un objetivo público legítimo, incluso loable, como combatir la corrupción, garantizar la limpieza de las elecciones, mejorar la calidad de la democracia o potenciar la seguridad nacional”.
Explican ampliamente la aversión de los autócratas por los organismos autónomos, el sistema judicial y los organismos reguladores. Sostienen que “en las democracias, tales instituciones están diseñadas para funcionar como árbitros neutrales”. Añaden de inmediato:
“La función de un árbitro es prevenir las estafas. Pero si el control de tales organismos queda en manos de personas leales, pueden servir para los objetivos del autócrata y proteger al gobierno frente a investigaciones o demandas legales que podrían conducir a su revocación del poder. El presidente puede infringir la ley, amenazar los derechos de la ciudadanía e incluso saltarse la Constitución sin tener que preocuparse porque tales excesos sean investigados o censurados. Con los tribunales repletos de personas afines y con las autoridades que velan por el cumplimiento de la ley metidas en cintura, los gobiernos pueden actuar con impunidad”.
Para sostenerse en el poder, “los autócratas en potencia están dispuestos a aprovecharlas (las crisis) con el fin de justificar sus golpes de Estado… Quizá el caso más célebre sea la respuesta de Adolf Hitler al incendio del Reichstag… (él y los suyos) aprovecharon sin titubear tal suceso para justificar la aprobación de decretos de emergencia que desmantelaban las libertades civiles”.
Y apuntan este fenómeno: “La población no cae inmediatamente en la cuenta de lo que está sucediendo. Muchas personas continúan creyendo que viven en una democracia”.
Citan al politólogo alemán Juan Linz, para cimentar su idea de que los partidos, aún opuestos, son los guardianes de la democracia: “Deben mostrar su voluntad de unirse a grupos ideológicamente distantes pero comprometidos a salvar el orden político democrático”. (El Financiero)