Dejarías de ser Dios si me fallaras

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Recordamos todavía el gozo de la invitación que nos hacía el pasado tercer domingo de Adviento llamado “de Gaudete», palabra latina, que significa «¡Alégrate!». Es una evocación de la Carta de San Pablo a los Filipenses con una hermosa exhortación: «¡Estén siempre alegres en el Señor, les repito: estén alegres!» (Fil 4,4). La insistencia del Adviento es precisamente ésta: alegrarnos aun cuando experimentemos el riesgo y las dificultades, la soledad y la muerte. Que la estepa se regocije, como las flores del narciso; que aprendamos a cantar con alegría y júbilo porque veremos la gloria del Señor, la magnificencia de nuestro Dios. Ante el dolor y la angustia, podemos fortalecer nuestras manos débiles y nuestras rodillas vacilantes. Incluso a los de corazón apocado se nos dice: “¡Ánimo, no teman! ¡He aquí que su Dios, vengador y justiciero, viene ya para salvarlos! La presencia de Dios, rebosante de ternura y misericordia, abre los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos; el cojo salta como un ciervo, grita de alegría y la lengua del mudo cantará.

Hermosas imágenes que nos animan a vivir la felicidad de haber sido redimidos por el Señor y fortalecer la esperanza de que Él alejará la tristeza y las lágrimas de nuestra vida (Is 35,1-6a.10). La víspera de la Navidad es sólo un momento intermedio de esperanza, que nos apremia a discernir la presencia de Dios en nuestra vida a partir del terrible cotidiano de nuestra existencia, monótona y rutinaria. Posiblemente hay desolación, desconfianza y oscuridad ocasionadas por la enfermedad, la muerte de un ser querido; quizás pasamos por crisis familiares, dificultades en el trabajo o relaciones de amistad rotas. Sin embargo, el Señor, Dios Eterno, sigue verdaderamente activo en medio de nosotros. Es un hecho que el profeta Isaías no es un dulce e ingenuo soñador; tampoco un mentiroso, mucho menos un charlatán, como tantos que podemos reconocer en nuestro entorno.  Al contrario, es plenamente consciente de la presencia del sufrimiento en nuestra vida y en nuestro mundo y, precisamente por eso, nos invita a fortalecer la fe y la esperanza solamente en Dios.

No es cuestión de autosugestión ni de ilusiones vanas que pretenden endulzar la vida con falacias baratas y gozos aparentes. Estar alegres ahora mismo significa manifestar nuestra confianza en Dios, que nos ha prometido la alegría de su venida por lo que le decimos confiados: creo en la verdad de tu promesa, porque sé que eres fiel. Cuando prometes algo, me alegro como si ya lo hubiera recibido, puesto sé que Tú no me fallarás nunca; dejarías de ser Dios si me fallaras. Sé que la alegría de tu presencia, no anula los sufrimientos y ansiedades de nuestra vida cotidiana y, no obstante, en el fondo de nuestro corazón constato que, nada ni nadie, puede sofocar la fuente de tu presencia divina. Por eso no puedo conformarme con una negatividad paralizante y destructiva, porque la experiencia de la alegría me exige a fortalecer un compromiso renovado a sentir a Dios en todo lo que vivo, en todo lo que hago, en todo lo que creo y espero.

Cuando nuestra confianza en Dios se debilita y corremos el riesgo de desanimarnos, urge que fortalezcamos los lazos familiares, de amistad o del trabajo, empezando por quienes están más cerca de nosotros; más aún cuando no hemos curado heridas que duelen todavía. Las reuniones de estos días tienen la misión de alentarnos mutuamente, de consolarnos y animarnos unos a otros para que mantengamos viva nuestra fe en la venida de Dios. No siempre tenemos que hacerlo con palabras sino con una sencilla actitud, serena y creíble que puede brillar sobre los demás y que nos aliente a repetir, en silencio y en voz alta, con cantos y, si es preciso, con detalles significativos, no necesariamente regalos materiales: «¡Ánimo, no temas, porque Dios viene a salvarte!”.

Sí, porque si bien es cierto que en nuestro entorno hay dolor y sufrimiento, oscuridad y muerte, traición e infidelidad, mentira y corrupción, impunidad, falsedad y violencia generalizada, en Dios y con Dios, ganaremos la partida contra el pecado y la muerte. Y aunque la duda y la desconfianza habiten también en nuestros corazones, al grado de que también nosotros podríamos preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?». Indudablemente escucharemos que nos responderá de la misma manera que respondió a Juan el Bautista y nos invitará a ver y experimentar los efectos de su presencia, precisamente en las situaciones en las que nos sentimos tan inseguros: «Los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio».

Domingo 18 de diciembre de 2022.

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