No quitemos a los jóvenes las ganas de vivir

P. Jaime Emilio González Magaña, S. J.

Aun cuando nuestra realidad favorezca la tentación de no creer, de vivir con miedo y perder la esperanza, si de verdad creemos que Jesús ha nacido, se opera un milagro que solamente la Navidad puede lograr: mover el corazón hasta de los más escépticos en el sentido de que es posible creer en un mundo mejor. Sin ingenuidades o infantilismos, la certeza de que Jesús vive y está entre nosotros, nos ayuda a profundizar una hermosa verdad: la esperanza es milagrosa y cuando la aceptamos así, sencillamente, todo cambia, todo nos parece posible. Cuando renovamos nuestra fe en que nuestra vida puede ser mejor, lo vemos todo con una mirada más limpia, y, aunque en realidad todo siga igual, nos parece diferente. Porque si ha cambiado nuestra actitud, ha cambiado todo. No en vano San Pablo afirma que los creyentes somos spe salvi, «salvados en esperanza» (Rm 8, 24) y que por ello debemos ser spe gaudentes, «alegres en la esperanza» (Rm 12, 12). No como quien espera ser feliz, sino que es feliz ya, a pesar del dolor, la enfermedad, las desilusiones y traiciones, el fracaso, e incluso la muerte y, todo, por el solo hecho de que ha sabido esperar.

Cuando muere la esperanza, vivimos anclados en el pasado, desconfiamos de las personas, más aún, de nosotros mismos y el miedo a morir se transforma en un sentimiento destructivo al que le dedicamos nuestros mejores días. Tristemente, si es que llegamos a reaccionar, ya es demasiado tarde. Por eso me parece importante que esta Navidad, de un modo especial, asumamos que nos vamos haciendo viejos y que las oportunidades de cambiar y ser felices se nos escapan como el año que está por concluir. Estos días de fiesta, seguramente, hemos experimentado ese profundo dolor de no ver y escuchar a los seres queridos que ya no están entre nosotros. Nos cala hasta los huesos y sentimos su ausencia a cada paso, en todo lo que hacemos. Pero el gran riesgo es quedarnos ahí y encerrarnos en esa sensación espantosa y paralizante al grado de abandonar las ganas de seguir viviendo intensa y apasionadamente un año más, a pesar de todo. Como si cada vez que muere un ser querido, sufrimos un fracaso o algo no nos sale bien, cerráramos con llave nuestra vida para no dejar entrar al sufrimiento.

Con el tiempo, casi sin darnos cuenta, nos volvemos como esos cuartos cerrados que huelen a viejo, a humedad y abandono. Corremos el riesgo de convertirnos como esas personas que, con el paso de los años, van dejando a pausas una parte de su corazón y se vuelven frías, calculadoras, resentidas… Pudieron haber salido de su depresión, de su tristeza, y su fracaso, pero optaron por la amargura, la soledad y el resentimiento. Después de un amor no correspondido, un matrimonio fallido, la traición de un amigo, el rechazo de los demás, un empleo no conseguido o, simplemente, un sueño no realizado, podemos cerrar herméticamente nuestra vida y convencernos que es mejor no volver a creer para no sufrir una vez más. Todavía estamos a tiempo de que antes de que termine el año, hagamos una limpieza profunda del polvo y las telarañas acumulados que nos impiden agradecer tanto bien recibido. Aún estamos a tiempo de dejar que Dios entre en nuestra vida y sanee nuestras necedades, cobardías y mediocridades, justo como el aire purifica esas casas húmedas o llenas de polvo, suciedad y olvido.

No es bueno que nos encerremos en la tristeza y la desesperanza. Abramos nuestro corazón y dejemos que salga el olor a naftalina o al moho del encierro y hagámosle un lugar a Dios, nuestra Esperanza. Todavía podemos evitar suicidarnos en vida y ver cómo los demás se van alejando de nosotros. Aún podemos vivir la certeza de que nuestros muertos están a nuestro lado -como siempre- y no como simples recuerdos disecados. Usemos nuestras manos para abrazar, no para defendernos; nuestra cara para sonreír, no para agredir; nuestro corazón para amar, no para odiar. Que de nuestros años viejos brote, al menos, un rayo de esperanza para no quitarles a los jóvenes las ganas de vivir. Que, al menos, nos quede un poco de humildad para pedirle a Dios que venga de nuevo a nuestra vida. Porque «los jóvenes se cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en Yahveh él les renueva el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 30-31). Porque donde renace la esperanza renace, sobre todo, la alegría.

Domingo 25 de diciembre de 2022

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