Pensar, participar y actuar son las funciones a través de las cuales los seres humanos se conocen a sí mismos, a los demás, al mundo y se dan a conocer. El ser humano está en óptimo equilibrio cuando está atento a lo que siente (la esfera de los sentimientos, las emociones y las sensaciones físicas), lo procesa con el pensamiento (la mente) y lo traduce todo en acción (el cuerpo). Ser capaz de integrar todas estas funciones le permite moverse con eficacia, orientado hacia los propios deseos. Para poder establecer buenas relaciones, esta integración es esencial. Uno suele tener una sensación de bienestar y sentirse seguro cuando se encuentra con personas cuyos pensamientos, palabras y acciones están en armonía. Cuando esta integración no es suficiente, se corre el riesgo de volverse demasiado instintivo, demasiado racional o pasivo.
Todo ello puede tener repercusiones carentes de armonía en las relaciones, así como también, dos riesgos y limitaciones subjetivas y sociales: la operatividad mecánica que dispersa y debilita y la acidia «relajada» que produce en nosotros la eterna tentación de la comodidad, el egoísmo, el consumismo y un individualismo atroz. Estas dos tensiones tienen un denominador común: nuestro “yo” que se aísla y una falsa religiosidad que impide que reaccionemos y caminemos hacia la santidad. La época en que vivimos se caracteriza por la máxima importancia que concedemos al hacer, a la frenética necesidad de obtener resultados, la obsesión compulsiva de ganar dinero o poder, de ser vistos o “ser alguien”. Nos hemos acostumbrado al hacer y, muy frecuentemente, nos olvidamos de ser y pensar y nos comportamos mecánicamente. Actuamos, pero no pensamos en cómo actuamos, en cómo lo podemos hacer mejor, en la calidad de los resultados que deseamos obtener. Actuamos casi ofuscados por la propia acción o nos dejamos llevar, sin más, por lo que se nos ocurre.
La vida ordinaria, caracterizada por la rutina, conduce a una existencia carente de reflexión: ahí radica la monotonía que a menudo caracteriza a la llamada «normalidad». Sin embargo, pueden darse situaciones nuevas y problemáticas, que sería un error afrontar «normalmente» con las herramientas de la costumbre y el hábito. Manifestaciones éstas de una cerrazón pasiva, de un enfoque mecánico de la vida, del tedio de vivir (taedium vitae) que nos aprisiona en una muerte anticipada disfrazada de pesimismo, tristeza y frustración. Si nos aislamos en nuestra realidad y realizamos actos como si no tuvieran ninguna conexión con la propia interioridad, nos transforma en esclavos de un sistema operativo, como si la vida dependiera más de un péndulo que de una brújula que nos dé “el norte” de nuestro actuar. Obviamente, este riesgo también puede estar presente en la vida de la Iglesia, en las familias, en el trabajo o en círculos de amigos.
Merece la pena reflexionar sobre cómo vivimos cada día, el modo como tomamos nuestras decisiones, cómo afrontamos nuestros fracasos o disfrutamos de nuestros éxitos cotidianos para vivir una espiritualidad orientada en una misión que encuentra su «norte» en el encuentro con Cristo quien es el único que hace «nueva» toda experiencia humana (cf. Ap 21,5). No perdamos el tiempo, contaminándonos con un veneno que nos asesina lentamente al regodearnos con lo negativo, con las experiencias que nos han hecho sufrir o con el recuerdo de personas que nos han traicionado. Evocar gente sin escrúpulos nos daña con su imagen ponzoñosa y evita dar espacio a la felicidad de no verlos nunca más. El Señor es un juez justo y dará a cada quien lo que merece. Los clásicos, como Horacio, en contextos sociales muy diferentes al nuestro, definieron la actitud del encerramiento pasivo con la imagen de un individuo tránsfugo al decir: «no puedes recogerte en ti mismo por espacio de una hora, ni emplear rectamente los momentos de descanso, sino que te evades como un refugiado o un desertor, tratando de engañar a la angustia con el vino y el sueño; ¡pero en vano! Pues ella, como compañera sombría, te oprime, y si huyes, te persigue» (Sátiras, II, 7). San Agustín indica la tensión dinámica de la persona como superávit de la interioridad sobre la exterioridad; para el concepto de interioridad recuerda la imagen paulina del hombre interior que se renueva día a día, incluso en contraste con la decadencia del hombre exterior (cf. 2 Co 4,16).
Domingo 29 de enero de 2013.