Una preocupación general que tengo, muy relacionada con el uso sistemático de los términos «acogida» e «inclusividad», es que la doctrina, la antropología y los verdaderos argumentos teológicos se ven superados por los sentimientos o, dicho de otro modo, por la tendencia a psicologizar los asuntos en cuestión.
Por: Obispo Robert Barron
(ZENIT Noticias / Los Ángeles).- La otra noche tuve el privilegio de participar en una de las sesiones de escucha de la fase continental del proceso sinodal. La base de nuestro debate fue un extenso documento elaborado por el Vaticano tras haber recopilado datos y testimonios de todo el mundo católico. Como he estado estudiando y hablando sobre la sinodalidad, disfruté mucho del intercambio de puntos de vista. Pero me sentía cada vez más incómodo con dos palabras que ocupan un lugar destacado en el documento y que dominaron gran parte de nuestro debate: «inclusividad» y «acogida».
Una y otra vez oímos que la Iglesia debe convertirse en un lugar más inclusivo y acogedor para diversos grupos: mujeres, personas LGBT+, divorciados y vueltos a casar civilmente, etc. Pero aún no he encontrado una definición precisa de ninguno de estos términos. ¿Cómo sería exactamente una Iglesia acogedora e integradora? ¿Siempre tendería la mano a todos con un espíritu de invitación? Si es así, la respuesta parece obviamente afirmativa. ¿Trataría siempre a todos, independientemente de su origen, etnia o sexualidad, con respeto y dignidad? Si es así, de nuevo, la respuesta es sí. ¿Escucharía siempre esa Iglesia con atención pastoral las preocupaciones de todos? Si es así, la respuesta es afirmativa. Pero, ¿una Iglesia que exhibiera estas cualidades no plantearía nunca un desafío moral a quienes quisieran entrar en ella? ¿Ratificaría el comportamiento y las opciones de estilo de vida de cualquiera que se presentara para ser admitido? ¿Abandonaría de hecho su propia identidad y su lógica de estructuración para dar cabida a cualquiera que se presentara? Espero que sea igualmente evidente que la respuesta a todas esas preguntas es un rotundo no. La ambigüedad de los términos es un problema que podría socavar gran parte del proceso sinodal.
Para juzgar esta cuestión, sugeriría que no nos fijáramos tanto en la cultura circundante de la actualidad como en Cristo Jesús. Su actitud de acogida radical no se manifiesta más claramente en ninguna parte que en su comunión de mesa abierta, es decir, su práctica constante –contracultural en extremo– de comer y beber no sólo con los justos, sino también con los pecadores, con fariseos, recaudadores de impuestos y prostitutas. Jesús llegó a comparar estas comidas con el banquete del cielo. A lo largo de su ministerio público, Jesús se acercó a los considerados impuros o malvados: la mujer del pozo, el ciego de nacimiento, Zaqueo, la mujer sorprendida en adulterio, el ladrón crucificado a su lado, etc. Así pues, no cabe duda de que era hospitalario, amable y, sí, acogedor con todos.
Del mismo modo, esta inclusividad del Señor iba acompañada de manera inequívoca y coherente de su llamada a la conversión. De hecho, la primera palabra que sale de la boca de Jesús en su discurso inaugural del Evangelio de Marcos no es «¡Bienvenidos!», sino «¡Arrepentíos!». A la mujer sorprendida en adulterio, le dijo: «Vete y no peques más»; tras encontrarse con el Señor, Zaqueo prometió cambiar sus costumbres pecaminosas y compensar generosamente sus fechorías; en presencia de Jesús, el buen ladrón reconoció su propia culpa; y Cristo resucitado obligó tres veces al jefe de los Apóstoles, que le había negado tres veces, a afirmar su amor.
En una palabra, hay un notable equilibrio en la pastoral de Jesús entre la acogida y el desafío, entre el acercamiento y la llamada al cambio. Por eso yo caracterizaría su enfoque no simplemente como «inclusivo» o «acogedor», sino más bien como amoroso. Tomás de Aquino nos recuerda que amar es «querer el bien del otro». En consecuencia, quien ama de verdad a otro tiende la mano con bondad, sin duda, pero al mismo tiempo no duda, cuando es necesario, en corregir, advertir, incluso juzgar. Una vez le preguntaron a mi mentor, el cardenal Francis George, por qué no le gustaba el sentimiento de la canción «All Are Welcome». Respondió que pasaba por alto el simple hecho de que, aunque todos son realmente bienvenidos en la Iglesia, es «en los términos de Cristo, no en los suyos».
Una preocupación general que tengo, muy relacionada con el uso sistemático de los términos «acogida» e «inclusividad», es que la doctrina, la antropología y los verdaderos argumentos teológicos se ven superados por los sentimientos o, dicho de otro modo, por la tendencia a psicologizar los asuntos en cuestión. La Iglesia no prohíbe los actos homosexuales porque tenga un miedo irracional a los homosexuales; ni rechaza la comunión a los matrimonios irregulares porque le guste ser excluyente; ni rechaza la ordenación de mujeres porque los viejos gruñones en el poder no soporten a las mujeres. Para cada una de estas posiciones, articula argumentos basados en las Escrituras, la filosofía y la tradición teológica, y cada una ha sido ratificada por la enseñanza autorizada de los obispos en comunión con el Papa. Poner en cuestión todas estas enseñanzas asentadas porque no se corresponden con los cánones de nuestra cultura contemporánea sería colocar a la Iglesia en una verdadera crisis. Y sinceramente no creo que esta sacudida de los cimientos sea lo que el papa Francisco tenía en mente cuando convocó un sínodo sobre la sinodalidad.