La obesidad

Dr. Alberto Sahagún

(Parte I de II)

El concepto de obesidad como manifestación floreciente de salud, ha sufrido un cambio radical, hasta convertirse en la idea aceptada actualmente de que es un estado francamente anormal o patológico. Es decir, un obeso es un enfermo.

A medida que el rigor científico de la estadística fue aplicándose a la vida de los obesos, se llegó a la conclusión de una proporción más o menos exacta entre el promedio de aumento de peso y la baja consiguiente en el promedio de aumento de peso y la baja consiguiente en el promedio de vida.

Pero el obeso no corre solamente el riesgo de una longevidad menor, sino, además, y este es uno de los conceptos que todo obeso debe tener en cuenta, sufrirá toda su vida las repercusiones de su enfermedad en todos los aparatos y sistemas del organismo.

Considerando por tanto la obesidad como una enfermedad real, examinemos, muy superficialmente, sus causas, sus repercusiones orgánicas más notables y, finalmente, algunas ideas respecto a su tratamiento.

CAUSAS DE LA OBESIDAD

Se acepta que sólo un 5% aproximadamente de los obesos lo son por trastornos de las glándulas de secreción interna (hipófisis, suprarrenales, tiroides, páncreas, etc.) En el 95% restante se han invocado diversos factores; los principales son los siguientes:

1.- Herencia, la cual sería un carácter familiar semejante a la estatura, los rasgos fisionómicos, etc.

2.-Costumbres alimenticias establecidas desde la niñez de acuerdo con la actitud de los padres; un exceso vicioso en la alimentación, cualitativo y cuantitativo, y que llega a formar un hábito inconsciente, y enteramente “natural”. Esto es lo que parece más aceptado actualmente.

Por lo general, le es más cómodo al obeso pensar que su corpulencia es efecto de “una alteración glandular” y no de glotonería, pues en este último caso la consecuencia lógica sería renunciar a los placeres de la alimentación. Y hasta es algo espontáneo en los obesos el decir que “apenas si comen” o que “comen casi nada”. En cambio, cuando por cualquier circunstancia se les hospitaliza y se les sujeta a la dieta correspondiente a su peso “ideal”, se quejan de que “se les está matando de hambre”.

Parece increíble, pero una de las cosas que a veces cuesta al médico más trabajo es conocer la cantidad de alimento que cualquier persona, especialmente obeso, toma en su alimentación ordinaria, y no solamente en personas de nivel cultural bajo, sino aun entre aquellos de alguna educación y cultura alta. Es frecuente que el diálogo entre el médico y paciente tome, después de reiterarle explicaciones, el carácter siguiente, o algo distinto en la forma, si la persona es culta pero semejante en el fondo:

–¿Qué desayuna usted? –Nada Doctor: una agüita caliente.

–Pero ¿con qué la toma? –Bueno… pues a veces con una piececita de pan. -¿Cómo de qué tamaño? –como de a peso. –¿Nada más esto toma usted en la mañana? –Bueno, de desayuno nomas; a veces almuerzo. –¿Cuántos días de la semana almuerza? –Bueno, todos los días. –¿Qué almuerza usted? –Casi nada… un traguito de chocolate. ¿De qué tamaño es el traguito? –…Una tacita de a cuarto. –¿De a cuarto de qué? –De a cuarto de litro. –¿Se lo toma sin pan? –¡Ay Doctor”, ¿alguna vez ha tomado usted el chocolate sin un panecito? –¿Nada más toma usted ese alimento? –algunos frijolitos refritos…, a veces carne…, algunos tamalitos…, “uchepitos”…, un pedacito de camote; y lo que Dios me socorre.

Y cuando armados de paciencia y haciendo caso omiso del tiempo que transcurre en estas cosas que parecen triviales, continuamos en esta dificilísima pesquisa, llegamos a la conclusión de que aquella mole viviente que contesta con puros diminutivos engulle diariamente de 3 a 4 mil calorías, en buena parte constituida por grasas.

Es probable que los dos factores enunciados se correlacionen y que exista en realidad un “potencial” mayor de asimilación y acumulación, pero siempre como producto de una ingestión inadecuada.

Entonces, aunque exista un estado “predispotente” orgánico, ancestral, hereditario, inevitable e irrenunciable, existe también un factor determinante, no hereditario sino inducido, evitable y renunciable. Hacer que el obeso haga para toda su vida venidera esta renuncia al placer adquirido en toda su vida pasada, es el mayor obstáculo para su tratamiento.

No parece tampoco improbable que el placer de comer sea un “desquite” subconsciente a muchas de las limitaciones impuestas por la misma obesidad o por otras restricciones de la vida social.

(Tomado de la Revista Eclesiástica de Zamora, noviembre de 1955)

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