P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
El pasado día 2, la Iglesia recordó la Fiesta de la Presentación del Señor y la xxviI Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Hemos escuchado nuevamente la invitación: «levántense, no tengan miedo» del Maestro quien se dirige obviamente a cada cristiano, pero con mayor motivo a quien ha sido llamado a «dejarlo todo» y, por consiguiente, a «arriesgarlo todo» por Cristo. De modo especial el llamado es válido siempre que el Maestro, se baja del «monte» para tomar el camino que lleva del Tabor al Calvario» (Vita Consecrata n. 40 b). Estas palabras de San Juan Pablo II definen muy bien el objetivo de la vida religiosa por lo que intentaremos reflexionar sobre lo que Dios nos pide a quienes hemos ofrecido una consagración total al servicio de Su Reino. Hay momentos de desolación en los que pensamos que no es fácil descubrir cuál es la voluntad de Dios y, más aún, que Él se aleja de nuestra vida y nos deja inmersos en la duda y la desesperanza.
Teniendo presentes esos momentos, se insiste en la necesidad de reforzar una fidelidad creativa entendida como una “una llamada a perseverar en el camino de la santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también un llamado a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor” (Perfectae caritatis, 2). Dudo mucho que algún sacerdote o religiosa lea estas líneas, sin embargo, he creído conveniente recordar algunos puntos centrales que, en mi opinión, nos deben motivar a todos para no perder la esperanza en el futuro.
Hace un año, en su homilía, el Santo Padre se dirigió a los religiosos y religiosas para hacernos una invitación a la conversión. Recordó a dos ancianos, Simeón y Ana, que esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho a su pueblo: la llegada del Mesías. Pero no es una espera pasiva -afirmó- sino llena de movimiento. Simeón es conducido por el Espíritu, luego, ve en el Niño la salvación y, finalmente, lo toma en sus brazos (cf. Lc 2,26-28). Mencionó tres acciones que deben interpelar a la vida consagrada. Por ahora, quiero centrar mi atención en la primera, en la el Papa nos pregunta: ¿qué es lo que nos mueve? Simeón va al templo «conducido por el mismo Espíritu» (v. 27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena. Es Él quien inflama el corazón de Simeón con el deseo de Dios, es Él quien aviva en su ánimo la espera, es Él quien lleva sus pasos hacia el templo y permite que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque aparezca como un niño pequeño y pobre.
Así actúa el Espíritu Santo: nos hace capaces de percibir la presencia de Dios y su obra no en las cosas grandes, tampoco en las apariencias llamativas ni en las demostraciones de fuerza, sino en la pequeñez y en la fragilidad. Pensemos en la cruz, también ahí hay una pequeñez, una fragilidad, incluso un dramatismo. Pero ahí está la fuerza de Dios. Preguntémonos entonces, ¿de quién nos dejamos principalmente inspirar? ¿Del Espíritu Santo o del espíritu del mundo? Esta es una pregunta con la que todos nos debemos confrontar, sobre todo, los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y en la fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos el riesgo de concebir nuestra consagración en términos de resultados, de metas y de éxito. Nos movemos en busca de espacios, de notoriedad, de números, de poder o de imagen.
El Espíritu, en cambio, desea que cultivemos la fidelidad cotidiana, que seamos dóciles a las pequeñas cosas que nos han sido confiadas. Los dos ancianos cada día van al templo, esperan y rezan, aunque el tiempo pase y parece que no sucede nada. Esperan sin desanimarse, ni quejarse, permaneciendo fieles cada día y alimentando la llama de la esperanza que el Espíritu encendió en sus corazones. Podemos preguntarnos, ¿qué es lo que anima nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa a seguir adelante? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento? A veces, puede esconderse el virus del narcisismo, la obsesión de protagonismo, el deseo de ser tenido en cuenta u otro tipo de afección desordenada y, aunque aparezca bajo la apariencia de buenas obras, no deja de ser tentación que obstaculiza para levantarnos, perder el miedo y vivir intensamente.
Domingo 5 de febrero de 2023