En 2004 el entonces Cardenal Ratzinger envió una carta a todos los obispos del mundo para abordar positivamente la colaboración entre el hombre y la mujer.
Por: Simone Varisco
(ZENIT Noticias – Caffe Storia / Roma).- Vivimos en una época de abusos, que es también un testimonio violento de una visión enferma de la mujer. Poder, dinero, sexo, misoginia, clericalismo desviado: éstas son sólo algunas de las raíces del comportamiento odioso. Sería fácil –y hasta cierto punto consolador– atribuir toda la culpa a los hombres: la verdad, sin embargo, es que cierto tipo de misoginia también pertenece al universo no masculino, incluso al acostumbrado a creerse más progresista.
Es difícil encontrar consuelo en una oposición ideológica. Mejor confiar en una ternura iluminada por la fe y la razón, nunca bienhechora ni propensa a las modas del momento. Una delicadeza difícilmente conciliable con el oscuro prejuicio construido en torno al Cardenal Panzer, Joseph Ratzinger, pero que en cambio encuentra un brillante ejemplo en uno de los textos menos conocidos, si no olvidado, del futuro Benedicto XVI.
Se trata de una carta dirigida en 2004 a los obispos de la Iglesia católica, en la que el entonces Cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Joseph Ratzinger aborda el delicado tema de la colaboración entre el hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo.
Es la mujer la que da un futuro al hombre
Es mucho lo que está en juego: por un lado, los abusos de poder se verían tentados a responder «con una estrategia de búsqueda de poder» que imita la masculinidad (nº 6); por otro, escribe Ratzinger, «se tiende a borrar» toda diferencia entre hombre y mujer, menospreciando y trivializando el sexo en beneficio del género. Siendo la mujer una de las primeras víctimas de la ideología de género.
«Sólo la mujer, creada de la misma “carne” y envuelta en el mismo misterio, da futuro a la vida del hombre». Este inciso basta para entrar en la dimensión profunda de la carta de Ratzinger: la de un cristianismo aliado histórico y sin embargo incomprendido –a veces incluso por él mismo– de la feminidad. Según esta perspectiva, el hombre y la mujer no están invitados «sólo a existir «uno al lado del otro» o «juntos», sino que también están llamados a existir recíprocamente el uno para el otro».
Antropología femenina de una comunidad
En efecto, es en el contexto del encuentro y de la comunidad, civil y eclesial, donde se realiza la antropología propuesta en las Escrituras. «Entre los valores fundamentales ligados a la vida concreta de la mujer está lo que se ha llamado su “capacidad para el otro”», prosigue Ratzinger en la carta. «A pesar de que un cierto discurso feminista reclama reivindicaciones “para sí”, la mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está constituido por actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento, a su protección» (n. 13).
En virtud de la actitud de dar la vida –que, sin embargo, no reduce a la mujer a un instrumento de «procreación biológica»–, la mujer es capaz de «adquirir a una edad muy temprana la madurez, el sentido de la seriedad de la vida y de las responsabilidades que implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto de lo concreto, que se opone a las abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y de la sociedad», escribe el futuro Benedicto XVI. «Es ella, en fin, la que, incluso en las situaciones más desesperadas, y la historia pasada y presente lo atestigua, posee una capacidad única de soportar la adversidad, de hacer que la vida siga siendo posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, finalmente, de recordar con lágrimas el precio de toda vida humana».
La «feminidad» de todo hombre
Lo más sorprendente, en una época de mal llamada interpenetración de los sexos, es que para Ratzinger «lo que se llama «feminidad» es algo más que un atributo del sexo femenino. La palabra designa de hecho la capacidad fundamentalmente humana de vivir para el otro y gracias al otro» (n. 14). En este sentido, hay feminidad en todo hombre con una sana apertura al prójimo.
El lugar privilegiado de la vocación al otro es la familia. «Esto implica, en primer lugar, que la mujer esté activa y también firmemente presente en la familia, sociedad primordial y, en cierto sentido, “soberana”, porque en ella se configura, ante todo, el rostro de un pueblo» (n. 13). Al mismo tiempo, es necesario que las mujeres tengan la oportunidad de expresar su vocación educativa «en el mundo del trabajo y de la organización social y de acceder a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar la política de las naciones y de promover soluciones innovadoras a los problemas económicos y sociales».
Ser y actuar como mujeres en la Iglesia
También en la Iglesia «el signo de la mujer es más central y fecundo que nunca» (nº 15). La mujer desempeña un papel de suma importancia en la vida eclesial, «contribuyendo de manera singular a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y madre de los creyentes». En esta perspectiva, se comprende también cómo el hecho de que la ordenación sacerdotal esté reservada exclusivamente a los hombres no impide en absoluto a las mujeres acceder al corazón de la vida cristiana» (n. 16).
En definitiva, «hay que aceptar el testimonio de vida de las mujeres como revelación de valores sin los cuales la humanidad se encerraría en la autosuficiencia, en los sueños de poder y en el drama de la violencia» (n. 17). Es de actualidad. También para la Iglesia.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.