Él no quiere irse, ni quiere que se le cumplan los plazos, y por eso insiste en que su “transformación” continuará con otras personas, dice Macario Schettino.
Tal vez ya sea claro para todos que lo único que le importaba a López Obrador era alcanzar el poder, y no dejarlo. Aunque hace dos décadas que algunos lo hemos comentado, para las mayorías era impensable que fuese así. Preferían creer al lema que él se robó del gobierno de González Pedrero en su estado natal: primero los pobres. Algunos, más capaces del autoengaño, se imaginaban que sería un paladín de la progresía, aunque cuando fue jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal demostró con claridad su profundo conservadurismo.
Él ha sido muy hábil en dejar que cada quien le asigne las virtudes que guste. Confía en la gran dificultad que tienen las personas para reconocer sus errores. Una vez que le han expresado públicamente su apoyo, les costará corregir. Tiene razón, han sido pocos los que lo han hecho, aunque a casi cinco años del triunfo, ya suman.
La causa principal del desencanto es que el gobierno tiene que tomar decisiones. Desde la oposición no hay riesgo: se puede prometer permanente e impunemente. Por eso López Obrador sigue en campaña, prometiendo su sistema de salud danés, sus casi 3 millones de barriles diarios de petróleo, la puesta en operación de sus proyectos. Todo para el futuro, del que le resta ya muy poco. Él no quiere irse, ni quiere que se le cumplan los plazos, y por eso insiste en que su “transformación” continuará con otras personas. Por eso afirma que sus adversarios no ganarán, no importa qué hagan.
Pero nadie puede engañar a todos todo el tiempo, y los plazos sí se cumplen. López Obrador llegó a la Presidencia sin una idea clara de cómo guiar el gobierno. Tenía algunas ideas básicas: concentrar todo el poder posible, recuperar un gobierno grande como el que conoció de joven, hacerlo con los recursos que le darían el petróleo y la electricidad, y no patear el avispero del crimen. Ha sido exitoso en concentrar el poder, pero eso ha destruido la capacidad de gestión del gobierno, con lo que nadie puede cumplir lo que él promete en sus mañaneras. Para lograr algo, lo que fuese, acabó entregándose en manos del Ejército, que sí cumple órdenes. Además, eso iba en línea con lo de los abrazos: mejor ocupar a los soldados en la construcción. Nunca entendió que las empresas energéticas del gobierno ya no tienen remedio y no dan recursos, ni tampoco que es imposible un gobierno grande con una recaudación paupérrima.
Al final, dejó a 25 millones de personas sin acceso a salud, perdió control del territorio, dio ínfulas a generales, quemó billones de pesos en Pemex y CFE, y no tiene nada qué entregar. No le queda sino prometer que ya vendrá la cosecha, como lo hizo siempre. Hay una discusión ociosa de si la destrucción que ha dejado a su paso es producto de incompetencia o de maldad. Lo que buscaba era tener todo el poder, y ahora quiere mantenerlo hasta su último día de vida.
Eso exige destruir la democracia, cuyo sujeto es la clase media, y cuyo instrumento es el INE. Por eso los ataques continuos a ambas. Exige terminar con la división de poderes, por eso el ataque a la Corte. Exige muchas cosas más, que ya no pudo lograr. Echará su resto en estos próximos meses, porque sabe que está perdiendo su apuesta.
Esta columna ha insistido en que ya perdió, aunque no quiera aceptarlo. No será capaz de extender su mandato, ni siquiera por interpósita persona. No habrá minimato, reelección, ni autogolpe. Porque más allá de su megalomanía y narcicismo, más allá de su sicopatía y maquiavelismo, Andrés Manuel es un incompetente. Y eso, en un gobernante, pesa mucho. (El Financiero)