La vocación política no es cualquier cosa. El hombre ordinario es un caos. Le gustan muchas cosas, su vocación es múltiple, variada, cambiante, por lo tanto, es inofensivo, porque dirige sus energías por muchos lados: las dispersa, las despilfarra dirá el político profesional. Quien tiene vocación política exclusiva, quien se siente llamado a ejercer función política de mando, obedece a un dios celoso, no menos que el hombre que tiene “vocación” religiosa. No piensa sino en el poder, quiere el poder por el poder, no para enriquecerse –puede servir a eso también, pero de manera segundaria–, ni para multiplicar las conquistas sexuales, ni para abandonarse a la gula y a la diva botella. Todo lo que no conduce al poder, y, una vez conquistado, no le sirve para conservar el poder, le es indiferente. Como los magos, sigue una estrella que nosotros no vemos, su estrella.
Mientras no realiza su vocación, no llega al poder, no parece muy diferente de los demás hombres y mujeres; sin embargo, lo es, porque tiene una obsesión y una sola. Si tiene de verdad vocación para el poder, es forzosamente monomaniático, hombre, mujer de una sola manía. Su pareja, sus hijos, si hay pareja, si hay hijos, sus amigos no son más que instrumentos, ayudas, medios para llegar al poder. Si practica deporte, si baila o nada o va al templo o a la sinagoga, es por eso mismo. Su raqueta de tenis, su bat de beisbol, la sudadera y la cachucha, el modo de andar, vestirse, hablar, todo sirve para una sola meta. Obsesionado por el poder, nuestra mujer, nuestro hombre puede realizar su sueño y transformarse en jefe, guía, padre de la nación y de los pueblos, gran timonel; es cuando nosotros, la gente ordinaria, le descubrimos cualidades extraordinarias, para bien y para mal.
La Biblia, conjunto de libros muy diversos, verdadera biblioteca, me sorprende siempre. Así, en el Libro de los Jueces (9, 1-16) encontré un pequeño capítulo que, hace 2,500 años, trata de la vocación política: “Una vez se juntaron los árboles a escoger un rey y le dijeron al olivo –Reina sobre nosotros. Pero el olivo les respondió– ¿Tendré que dejar mi aceite, con el cual se honra por mí a Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles? Entonces le dijeron a la higuera –Ven, sé nuestro rey. Pero la higuera contestó– ¿Cómo podré dejar mi dulce sabor, mi buena fruta para ir a ser señor entre los árboles? Luego le dijeron a la vid –Entonces, ven tú, para que seas nuestro rey. Pero la vid les dijo– ¿Cómo he de dejar mi vino, alegría de Dios y de los hombres, para ir a ser grande entre los árboles? Por fin fueron todos los árboles a ver a la zarza y le dijeron –Ven a reinar sobre nosotros. La zarza les contestó– Si de veras me queréis escoger para reinar sobre vosotros, venid a abrigaros bajo mi sombra. Si no, que salga fuego de la zarza y consuma los cedros del Líbano”.
La zarza acepta el mando político, el poder, porque es estéril, porque, a diferencia del olivo, de la higuera, de la vid, no tiene nada que dar, sino espinas.
En el mismo capítulo se narra anteriormente la llegada al poder de Abimelec, hijo de Jerobaal: Fue a Siquem a ver a sus hermanos y les dijo a ellos y a toda su familia: “Hacedme el favor de decirme en presencia de todos los de Siquem: ¿Cuál de estas dos cosas preferís? Ser gobernados por setenta hombres, es decir, todos los hijos de Jerobaal, o ser gobernados por un solo hombre”. Todos sus hermanos hablaron en favor suyo a los de Siquem y su corazón se inclinaba a favor de Abimelec, pues decían: “¡es nuestro hermano!”… Luego fue a la casa de su padre, mató a sus hermanos, los otros hijos de Jerobaal, setenta hombres, sobre la misma piedra. Luego se juntaron todos los de Siquem y lo proclamaron rey”.
En realidad, un hermano, el más joven se salvó. Al final, Dios castiga a Abimelec por el mal que había hecho, después de haber castigado a todos los hombres de Siquem, también por el mal que habían causado. La Biblia contiene muchas historias subversivas. “¡Quién tenga oídos para oír, que oiga!”
Historiador en el CIDE