Orar, ayunar y compartir

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

La Iglesia prepara con especial cuidado los tiempos litúrgicos fuertes, como la Cuaresma. Con ella, todos los cristianos nos preparamos para celebrar y vivir mejor el misterio más importante de nuestra fe, la Pascua de Cristo. Todas las cosas importantes deben prepararse bien por lo que la Pascua supone cuarenta días de preparación. El Miércoles de Ceniza, escuchamos cómo el profeta Joel esboza así el significado de la Cuaresma: «Vuélvanse al Señor de todo corazón, con ayunos, con llanto y lamentos» (Jo, 2,12). San Pablo da la explicación: «En el momento oportuno te escuché; en el día de la salvación te ayudé. Y ahora es el momento oportuno. ¡Ahora es el día de la salvación!» (2 Cor, 6,2). En estos días, el Evangelio recomienda repetidamente las tres armas con las que podemos defendernos de las trampas del demonio: la oración, el ayuno y la limosna. También sugiere cómo debemos comportarnos: actuar en secreto sólo para la mayor gloria de Dios para ser recompensados por Él.

San Agustín resumió el programa de la Cuaresma con tres verbos: pasamos, sufrimos, pastoreamos. Pasamos del pecado a la gracia; sufrimos con Cristo en su pasión y muerte; nos alimentamos del Señor en la adoración a Él y en el servicio a nuestros hermanos. San Benito de Nursia sugería hacer «algo más» de purificación del corazón, oraciones, buenas obras…, y «algo menos”, es decir, eliminar las cosas innecesarias del nuestro diario y terrible cotidiano. Este domingo, la Iglesia recuerda la Transfiguración, momento central y definitivo en la vida de Jesús que nos ayudará a configurarnos más con Él y nos permitirá recibir la fuerza de su Espíritu para afrontar las cruces de todos los días. Veamos primero el contexto del pasaje que se sitúa en el corazón del Evangelio donde Jesús es reconocido por Pedro por primera vez como el Cristo, el Hijo de Dios. Por primera vez, también, Jesús se revela como el Hijo del Hombre, como juez de la historia, pero añade que tendrá que sufrir mucho, ser asesinado y resucitar. Ante la verificación de la invitación a seguirlo, el Padre, desde el cielo, lo reconoce, una vez más, como Su Hijo muy amado y, simplemente, define quién es Jesús: es el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Repite las mismas palabras que había dicho en el bautismo: ¡Este es mi Hijo, escúchenlo! Así termina la revelación sobre Jesús y comienza el viaje a Jerusalén, la ciudad que asesina a los profetas.

El Padre vuelve a confirmar lo que ya antes había revelado: “Tú eres mi Hijo, tú has comprendido quién es el Padre”. Este es, ciertamente, el acontecimiento más hermoso de la vida de Jesús, en el que tiene una experiencia interior tan tierna y fuerte, a la vez, tan intensa y auténtica que su Rostro se vuelve resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. Una experiencia indescriptible de plenitud de vida, de luz, de alegría: la experiencia divina en la que su humanidad presenta toda la luz de Dios en la tierra, es un anticipo de lo que será la resurrección y, es también un augurio de lo que será de cada uno de nosotros que tenemos el mismo destino que Cristo. Este pasaje, nos dice a dónde vamos y es importante porque nos permite cambiar nuestras débiles perspectivas, cambia el camino, pues nos indica a dónde vamos a llegar. Nos muestra a dónde pertenecemos, nos permite contemplar un rostro que reconocemos porque lo amamos y, por lo tanto, nos podemos fiar de su amable presencia y de sus palabras, fuente de vida eterna.

La Transfiguración nos enseña que, aunque vivamos inmersos en las tinieblas, cuando creemos que todo está perdido, que no vemos el futuro porque en nuestro derredor hay oscuridad, Él nos deja ver Su verdad, incluso en la noche del dolor, la enfermedad y la muerte. De este modo, nos anima a creer que quien está acostumbrado a estar con Dios, ve incluso en la noche de la corrupción del mundo pues Él es la verdadera luz y la verdad de las cosas, que está ahí, aunque no sea tan evidente para todos. Este pasaje es precisamente ese destello de luz que hace ver a todos; es un anticipo de lo que estamos llamados a ver permanentemente ya desde ahora y después en la plenitud y en la esperanza. En esta transfiguración existe ya el anticipo en el don del Espíritu y por los frutos del Espíritu que nos permitirán caminar en la conversión, en el cambio de nuestra vida. Los tres compromisos cuaresmales: orar, ayunar y compartir, no pretenden que realicemos actuaciones que puedan satisfacer nuestro yo egoísta y que, al percibirlo los demás, nos den cierta gloria. La finalidad esencial de estas tres actitudes es renovar nuestra alianza con el Señor, hacer presente el don que nos ha hecho, es decir, la gracia de convertirnos en hijos suyos por medio de Jesucristo y en la fuerza del Espíritu Santo. Esta es nuestra vocación fundamental, y querer convertirse significa, en definitiva, querer llegar a ser hijos de Dios. Por eso, la Iglesia prepara con especial cuidado los tiempos litúrgicos fuertes, como la Cuaresma.

Domingo 5 de marzo de 2023.

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