Alfonso Sahagún
Evidentemente, todo sacerdote debe querer cuanto redunde en bien propio y el de las almas a él confiadas.
Una cosa así es en el empeño en evitar la obesidad.
La afirmación puede parecer, de pronto, digna de risa; pero, bien examinada, no lo es.
Porque la obesidad disminuye, a veces notabilísimamente, la capacidad para el trabajo; acorta, según está completamente comprobado, la vida (rarísimo será encontrar un obeso en edad muy avanzada) y, por lo tanto, los años de apostolado, y no deja de quitar autoridad ante los fieles, quienes, al ver a un sacerdote demasiado gordo, no sienten mucha complacencia y aun admiten la idea del poco trabajo y de la excesivamente buena mesa.
Además, no es digna de risa la afirmación de arriba porque el sacerdote obeso pierde un sinnúmero de inocentes placeres que le ayudarían a la alegría de su vida y a acercarse más a Dios: escalar una montaña, recorrer a pie un camino pintoresco, ejercitarse en un deporte. . .
Por desgracia, no escasean entre los ministros del altar las personas obesas. Aun el pueblo, entre farsas, dice, sin plena justicia, por supuesto, que todo el que recibe una parroquia o un cargo semejante engorda. A veces ni siquiera hay que esperar a que lleguen esas dignidades para entrar en grande corpulencia, pues muchos vicarios, al año o dos después de salidos del seminario, están tales que no pueden servirse ya, decentemente, de sus trajes anteriores.
En tiempos de Santo Tomás de Aquino y aun en los no lejanos del Sr. Rafael Guízar, podía tomarse la gordura como algo inevitable, propio de ciertas naturalezas. Mas ahora está perfectamente demostrado que la obesidad puede perfectamente eludirse. Así lo afirman los médicos y así lo afirma lo que todos tenemos: que cuantos se sujetan a un régimen, inmediata y rápidamente bajan de peso y se mantienen en un peso normal teniendo ciertos cuidados.
El sacerdote, más que nadie, sabe que Cristo dijo: “El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz”. El mismo sacerdote predica continuamente a los fieles el camino de la mortificación. Pues, “medice, cura te ipsum”, es decir, practica, sacerdote lector, eso que predicas. Y el practicarlo en la mesa es una de las mortificaciones más provechosas para el alma y para el cuerpo. Esta mortificación, aunque se alargara toda la vida, no debería dar pesadumbre, sino santo gozo.
Para animar a nuestros hermanos sacerdotes en el camino de mortificación que proponemos, transcribamos y terminemos con ellos, unas palabras del sapientísimo Mercier: “Cuántas vidas acortadas; cuánta vialidad comprometida; cuántas capacidades de trabajo intelectual disminuidas, y cuántas energías de voluntad debilitadas por una excesiva alimentación… Reflexionad, hermanos carísimos”.