P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
La Cuaresma nos invita a fortalecer el diálogo con el Señor, Dios Eterno, mediante la oración, el silencio y la disposición a preparar el corazón y la mente para vivir intensamente el misterio más grande de nuestra fe: la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Señor Jesús. Como lo afirma la Iglesia: «La oración del Señor Jesús ha sido entregada a la Iglesia (“así deben rezar ustedes”, Mt 6, 9); por esto, la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de aquella “comunión de los santos” en la cual, y con la cual se reza, tanto en forma pública y litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el espíritu auténtico de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su guía, que puede concretarse a veces en una dirección espiritual experimentada. El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia» (Orationis formas,n. 7).
Es importante recordar que, para asumir una actitud filial, es imprescindible saber dedicar tiempo a esta relación íntima. A la gratuidad del don que Dios me hace corresponde la misma actitud del tiempo que damos, porque lo que recibimos es mucho más grande que lo que podemos dar. Y respondemos a la invitación del Padre que escuchamos en el evangelio de la Transfiguración del segundo domingo de Cuaresma: «Este es mi Hijo, el amado: en él he puesto mi complacencia. Escúchenlo». Por eso, los tiempos de aridez y de vacío en la oración pueden ser tiempos benditos, porque nos permiten experimentar un don más grande que el tiempo que le dedicamos. Al no recibir ninguna gratificación sensible, la desolación nos permite donar el tiempo de oración sin esperar nada a cambio, gratuitamente, porque nos dirigimos a Aquél de quien nos sentimos amados. Dedicar tiempo a la oración, al recogimiento, es también asumir una actitud filial, en el sentido de que, no siendo esclavo del Padre, sino su hijo, comparto su intimidad, me siento cercano, me fío de Él.
Mi valor a los ojos del Padre no viene de lo que hago por Él, sino de su gracia que me convierte en su hijo adoptivo. Sería una falsa humildad rechazar esta gracia divina y permanecer en la condición de siervo. Sería ser como el hijo pródigo que pide ser tratado como uno de los trabajadores; el padre, sin embargo, no le deja terminar la frase. Rechazar este don de gracia sería añadir a la infidelidad del hijo pródigo el mal espíritu del hijo mayor que no quiere participar en la fiesta. En la vida cristiana, no debemos tener una actitud de esclavitud, de querer seguir siendo siervos cuando, en cambio, estamos llamados a convertirnos en hijos. Quien quiere trabajar para el Señor sin entrar en una relación íntima con Él en la oración personal, se considera como un simple siervo: no conoce a Dios como Padre, sólo lo conoce como un patrón muy exigente y, a veces, hasta cruel (Lc 19,21).
En definitiva, rechaza el designio de amor del Padre sobre él. Escuchemos a Jesús que dice: «Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su patrón; los he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Y para mostrar que no es por mérito propio, Jesús prosigue en el versículo 16: «No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los elegí a ustedes y los he destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca». Sería entonces una falsa generosidad y un desprecio a Dios nuestro Padre no aceptarnos como hijos queriendo seguir siendo esclavos. Cuando no dedicamos tiempo a la oración, a la intimidad, a la relación confiada y filial, rechazamos el plan de Dios, nuestro Padre. Yo jamás podría explicar los sentimientos de los padres, pero me imagino que, si se diera esa relación de patrón y esclavo en las relaciones familiares, un padre o una madre tendrían que experimentar una gran tristeza por los hijos que rechazan esta relación íntima que se basa únicamente en la gratuidad del amor y la donación de sí mismos por su felicidad.
De aquí que no haya otro fundamento más sólido y profundo para justificar nuestro tiempo de oración: rezo porque soy hijo del Padre. Podemos comprender así que la dimensión contemplativa de la vida cristiana manifiesta la dignidad de todo cristiano y por eso Jesús no duda en decir que la mejor parte es la de los que se sientan a sus pies para contemplarlo y amarlo más. Sí, es la mejor parte, la que se da a todos. Orar es ante todo acoger el designio de amor del Padre sobre nosotros, y acoger el amor del Padre es hacer un acto de fe en su designio bueno sobre nosotros. Al comienzo de la oración, nuestro acto de fe es la manera de poner en acto todo lo que sabemos de este designio de amor, de las realidades espirituales que nos hacen vivir. Sin el acto de fe, todo esto permanece externo a mi vida: a lo sumo, estas realidades perduran en mi inteligencia. Explicitar el acto de fe significa favorecer un acto de confianza y de amor hacia el plan del Padre y manifiesta el deseo de interiorizar el misterio que se me revela. El acto de fe me pone en presencia del misterio ya dado. Como dice la carta a los Hebreos: «La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve» (Hb 11,1).
Domingo 12 de marzo de 2023.