Cuando hemos sentido la amargura de algún fracaso

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Vivimos en una sociedad líquida y relativista que nos ha contagiado de confusión y ligereza a un nivel verdaderamente alarmante. La ausencia de los valores más fundamentales está destruyendo la familia, al país, a nuestra identidad como pueblo y a sus instituciones. Se han enseñoreado la impunidad, la violencia, la mentira y la corrupción, comenzando por los políticos que quieren destruir los rudimentos de una democracia que tanto ha costado construir. Esta triste situación se refleja también en el modo como enfrentamos la vida, nuestro compromiso cristiano y en una actitud indolente y conformista que no nos permite ser valientes y denunciar lo que, a todas luces, no está bien. Nos estamos acostumbrando a ser cristianos de ocasión y a favorecer una vida doble, sin incidir en nuestro ambiente con convicciones y valentía para ser lo que estamos llamados a ser. Asimismo, con la comodidad del “dejar hacer”, sin tomar una posición clara, valiente y definida, de acuerdo con lo que hemos heredado de nuestros padres, no asumimos que se nos reproche –con razón- la ausencia de un testimonio real y creíble y la falta de un amor auténtico a nuestra fe y a lo que ella nos exige.

Nos hemos alejado de las raíces de nuestra identidad cristiana y de lo que deberíamos manifestar en nuestro hacer y quehacer, en lo religioso, lo social, lo político y en todos los ámbitos de la vida civil. Tal vez por cobardía, hemos fallado en la obediencia al Magisterio de la Iglesia y hemos optado por una relativización de sus exigencias, siguiendo más las ideologías de moda que la radicalidad en el seguimiento de Jesús. Y esto, ciertamente, nos presenta como cristianos que no vivimos nuestro Bautismo en favor de la unidad de la Iglesia y con un débil deseo por caminar hacia una verdadera conversión y santificación de nuestra vocación personal a través de un compromiso auténticamente cristiano. Quizás, como los apóstoles antes de la Resurrección, estamos encerrados en nosotros mismos, en nuestros criterios muy personales que nos hacen levantar muros de auto satisfacción y nos impiden ver otra realidad más allá de la nuestra porque no es la que nosotros queremos ver o ella misma nos echa en cara nuestra abulia y pusilanimidad.

Nos dejamos llevar por el miedo, la rutina o la incapacidad de asumir nuevas formas de ser, de reconocer nuestros errores y hacer todo lo que esté en nuestro alcance para dejar a un lado la mediocridad y vivir intensamente cada día, que bien pudiera ser el último. Si realmente creemos que hemos sido testigos de la Resurrección de Cristo, estamos obligados a revisar nuestro modo de ser y vivir porque no podemos, ni debemos, dejar que la monotonía o esta sociedad vacía de valores nos arrastren con su marea de mentira, frivolidad y superficialidad. Es conveniente que no olvidemos lo que nos dice el apóstol Pablo cuando afirma: «Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, y vana es también su fe. Y aún más, somos hallados falsos testigos de Dios porque hemos testificado de Dios que él resucitó a Cristo, al cual no resucitó si en verdad los muertos no resucitan» ( 1 Cor 15, 14-15).

         Es verdaderamente significativo lo que el Santo Padre nos ha dicho en su homilía de la Vigilia Pascual, la madre de todas las liturgias, cuando expresó: « Las mujeres, dice el Evangelio, “fueron a visitar el sepulcro” (Mt 28,1). Piensan que Jesús se encuentra en el lugar de la muerte y que todo terminó para siempre. A veces también nosotros pensamos que la alegría del encuentro con Jesús pertenece al pasado, mientras que en el presente vemos sobre todo tumbas selladas: las de nuestras desilusiones, nuestras amarguras, nuestra desconfianza; las del “no hay nada más que hacer”, “las cosas no cambiarán nunca”, “mejor vivir al día” porque “no hay certeza del mañana”. También nosotros, cuando hemos sido atenazados por el dolor, oprimidos por la tristeza, humillados por el pecado; cuando hemos sentido la amargura de algún fracaso o el agobio por alguna preocupación, hemos experimentado el sabor acerbo del cansancio y hemos visto apagarse la alegría en el corazón.”.

         Esta semana podemos mirar hacia adelante y, al menos, intentar ser mejores, convertirnos a Dios coscientes de que «a veces simplemente hemos experimentado la fatiga de llevar adelante la cotidianidad, cansados de exponernos en primera persona frente a la indiferencia de un mundo donde parece que siempre prevalecen las leyes del más astuto y del más fuerte. Otras veces, nos hemos sentido impotentes y desalentados ante el poder del mal, ante los conflictos que dañan las relaciones, ante las lógicas del cálculo y de la indiferencia que parecen gobernar la sociedad, ante el cáncer de la corrupción —hay tanta—, ante la propagación de la injusticia, ante los vientos gélidos de la guerra. E incluso, quizá nos hayamos encontrado cara a cara con la muerte, porque nos ha quitado la dulce presencia de nuestros seres queridos o porque nos ha rozado en la enfermedad o en las desgracias, y fácilmente quedamos atrapados por la desilusión y se seca en nosotros la fuente de la esperanza. De ese modo, por estas u otras situaciones —cada uno sabe cuáles son las propias—, nuestros caminos se detienen frente a las tumbas y permanecemos inmóviles llorando y lamentándonos, solos e impotentes, repitiéndonos nuestros “por qué”. Esa cadena de “por qué”…

Domingo 16 de abril de 2023

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