La influencia regional sobre la ciudad de Zamora, refuerza las tendencias históricas de concentración espacial de la economía y de la población y su conurbación. La ciudad-región se ha revalorizado como espacio económico, pero también como un espacio de límites difusos y sometidos a fuertes tensiones por los desequilibrios territoriales y sociales que en él se producen, lo cual plantea problemas de cohesión social, identidad cultural y gobernabilidad.
El crecimiento urbano de Zamora es resultado, en primer lugar, del desarrollo agrícola generado a partir de las primeras décadas del siglo XX y en forma posterior, por el auge comercial derivado de la riqueza agrícola. Por un clima benigno en las diversas estaciones del año. Por una nula política de suelo y vivienda, lo que provocó un desarrollo al margen de leyes, planes y programas urbanos. La industria de la construcción que avanzó a pasos agigantados a partir de los años sesentas del siglo XX, se convirtió en una de las actividades económicas más lucrativas y en la más importante fuente de empleo. La proliferación del automóvil, el desarrollo del transporte urbano motorizado y los subsidios a los combustibles hasta los años ochenta del siglo pasado propiciaron la extensión de la ciudad e incluso la construcción de fraccionamientos campestres distantes en la zona conurbada de Zamora-Jacona.
Las reformas a la ley agraria en 1993, promovidas por Carlos Salinas de Gortari, facilitaron, sobremanera, la incorporación del suelo ejidal al mercado formal del suelo urbano. La inexistencia de una política unificada y coordinada entre los tres ámbitos de gobierno – federal, estatal y municipal– para la regulación del crecimiento urbano y el ordenamiento efectivo de los usos del suelo, fue otra de las causas para el crecimiento desordenado, no sólo del municipio, sino de lo que ahora llamamos zona metropolitana, lo que incluye a los municipios de Jacona y Tangancícuaro.
La ciudad ha cambiado su estructura en los últimos años. Desapareció la ciudad de los barrios de San Juan, El Carmen, La Veinte de Noviembre, La Martinica, los Aguacates y El Ratón, por sólo mencionar algunos, que la caracterizaban en la década de los cincuentas y sesentas del siglo pasado. Se acabaron las comunidades basadas en espacios públicos, en solidaridad, en puntos comunitarios de referencia; ahora los espacios de convivencia son las zonas comerciales y, acaso como puntos de referencia, están la capilla, la iglesia y la escuela. El área comercial es lo que hay en común.
De esta forma, la ciudad ha perdido espacios públicos y cívicos. Se ha generalizado la urbanización privada-amurallada que segrega lo social, espacial y temporal; a la par, la población carece de la condición de ciudadanía. Así como hay plazas comerciales, existen fraccionamientos autárquicos e inaccesibles, donde sólo pueden entrar personas autorizadas y donde se hace una representación de la ciudad a escala local de manera autosuficiente, bajo el pretexto de la seguridad. La proliferación de “cotos privados o residenciales” es ahora la constante habitacional.
Después de un sinfín de advertencias sobre el inminente peligro de acabar con la “gallina de los huevos de oro”; se ha pretendido impulsar un desarrollo urbano equilibrado que permita a todos los habitantes disfrutar de su territorio y de un acceso equitativo a servicios públicos, espacios de convivencia y recreación de calidad, mediante la creación y utilización de instituciones públicas encargadas de vigilar el cumplimiento de los derechos de todos los ciudadanos.
No obstante, la realidad es que hemos creado una urbanización de la violencia, en la que es visible el incremento de las magnitudes y una sutil diferenciación entre las violencias de la ciudad y las del campo, que definen, en su conjunto, el concepto de violencia urbana. En otras palabras: de una violencia particular que se despliega en la ciudad –como escenario– y un tipo de urbanización proclive a la generación de una violencia específica, generalmente vinculada con los asuntos de convivencia social.