AGENDA CIUDADANA
La presea “Belisario
Domínguez” y Elenita
Poniatowska estaban
hechas la una para la otra
Cuando en el mundo académico dentro y fuera de nuestro país se hacía referencia a un “don Pablo” no había necesidad de añadir más signos de identidad. Todos sabían que se trataba de don Pablo González Casanova, el científico social más importante de nuestro país en las últimas seis décadas y que acaba de dejarnos tras estar 101 años entre nosotros.
A lo largo de ese siglo Pablo vivió con intensidad, con pasión e incluso con una buena dosis de optimismo, los dramas de la complicada evolución del poder en México, América Latina y en general en los países que las grandes potencias imperiales convirtieron en su periferia.
El corazón del análisis político del que fuera rector de la UNAM, de su visión de la estructura social de nuestro país a mediados del siglo XX está en La democracia en México, (1963). Se trata del examen puntual de México como una sociedad periférica elaborado en plena Guerra Fría. Ahí don Pablo, en el ápice de la madurez intelectual, aplicó los dos enfoques teóricos que entonces, y a nivel mundial, se disputaban la explicación del fenómeno del poder -el marxista y el dominante en la academia norteamericana- para llegar a una conclusión heterodoxa pero sustentada cualitativa y cuantitativamente: para la sociedad mexicana de la época la “democracia” era aún más forma que contenido. El examen del funcionamiento real del aparato institucional, desde la presidencia y el congreso, pasando por el federalismo, la administración de justicia, la expansión de la burocracia, el sistema de partidos o la estructura sindical, subrayaba una constante: la contradicción entre la función formal de las instituciones y la real. Por otra parte, estructuras informales, añejas y ajenas a la democracia, como el caciquismo, se mantenían vigentes.
Los poderes fácticos, la iglesia, los empresarios y banqueros, el factor externo (norteamericano), no escaparon al análisis minucioso de don Pablo desde luego tampoco la estructura de clases, el “colonialismo interno” que explota a las comunidades indígenas, la concentración de la riqueza y la precaria movilidad social.
La conclusión de La democracia en México resultó tan clara como clarividente: la élite política y económica estaba en posibilidad y le era conveniente empezar a modificar en un sentido democrático la naturaleza de un régimen que no lo era. La democratización abriría las compuertas de la participación pacífica a quienes en ese momento ya estaban considerando la alternativa armada. Y desde la lógica económica de largo plazo, una distribución del ingreso menos injusta ampliaría el estrecho mercado interno a la vez que desactivaría inconformidades en los sectores inconformes.
Pese al antecedente del ataque al cuartel de Ciudad Madera (1965) la cúpula del poder de entonces no quiso ver la luz roja que prendió don Pablo y estallaron las crisis políticas y económicas del 68, la “guerra sucia” y el fracaso del modelo de desarrollo. La transformación del régimen apenas está teniendo lugar ahora, tras un tiempo y un costo innecesariamente largo y alto.
El autoritarismo desnudado por La democracia en México le pasó factura a su autor en 1972 cuando le obligó a renunciar a la rectoría de la UNAM. Pero don Pablo no reculó y como investigador en esa institución siguió produciendo y alentado a otros a ahondar en el examen crítico de la realidad mexicana y latinoamericana. Su visión internacional se mantuvo antiimperialista, solidaria con Cuba y en la coyuntura de 1994 tomó partido por el neozapatismo del EZLN que en 2018 le nombró “Comandante Contreras”.
Don Pablo fue un intelectual radical pero no dogmático y sí elegante lo mismo en su prosa que en su discurso y en su conducta. Su risa era tan frecuente como inconfundible y nunca se agotó su optimismo ni su imaginación para generar proyectos que no le abandonaron. Su vida y su obra escrita -dos decenas de libros- le convirtieron en ejemplo de intelectual indiviso, donde teoría y práctica no se contradijeron y el “don” que le antepusimos a su nombre fue un viejo signo de respeto más que merecido.