Su trabajo como profesor de bachillerato durante 24 años, una esposa y dos hijos, es lo que dejó atrás Mauro Aguilera, venezolano de 47 años que está a la espera de acudir a una cita en la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) para tramitar el papel que le permita seguir su camino y alcanzar la meta: llegar a Estados Unidos.
“¿Dónde están los derechos humanos? Aquí (en la CDMX) las autoridades han tenido buenos tratos, pero en Tapachula son malos. No sé si dure para esperar el documento, no sé si sobreviva dos meses”.
Su cita para solicitar refugio en el país se la programaron para el 18 de mayo, pero mientras llega ese día, la espera se hace eterna. No tiene dinero ni comida, duerme en un par de cartones que pones sobre una banca de cemento en la plaza Giordano Bruno, en la colonia Juárez.
Él es uno de los más de 300 migrantes, en su mayoría haitianos y venezolanos, que, por ahora, vive en el campamento que se estableció a tres cuadras de la comisión, y que está flanqueado por dos camionetas con personal del Instituto Nacional de Migración (INM) y policías capitalinos.
“La decisión la tomé porque allá, en mi país, no se puede vivir. Es la primera vez en mi vida que duermo en una plaza como si fuera un perro, pero voy a seguir adelante porque estos obstáculos te enseñan a no dar tu brazo a torcer”.
Su travesía ha estado marcada, como la de la mayoría de los migrantes, por el dolor y delincuencia. Desde que salió de su nación ha sido víctima de los coyotes a quienes cuenta, si no les das dinero, “mandan a que te roben” o de los mismos policías de cada país que les quitan el poco dinero que llevan.
La selva del Darién (la frontera natural que divide Panamá y Colombia) la crucé en dos días y medio, vimos siete muertos. Llegó un momento en el que quedé tan impresionado que llegamos a una carpa y me senté a la orilla del río a llorar porque en otra, estaba una señora con un bebé, su hija y el esposo a un lado ahorcado”, recuerda.
Mauro no se rinde. Las fuerzas y la motivación que lo sacan adelante son la comunicación que tiene diaria con su familia a través de la red Wifi gratuita del gobierno de la CDMX. Su celular lo carga en un campamento de indígenas otomíes, ubicado a una cuadra, ahí les dan permiso de ir al baño, lavar su ropa o les prestan la cocina para preparar alimentos.
A unos metros del lugar donde duerme el venezolano está Virginia , quien cumplió ocho días en el campamento. Sentada, juega con su cabello mientras observa a su hija Keyla, de 11 meses, gatear sobre el asfalto.
La joven haitiana de 21 años cuenta que horas antes se desmayó por la falta de comida. Salió de su país desde 2017 y estuvo en Chile hasta 2022; llegó a México el 28 de enero de este año acompañada de su pareja.
“Estoy buscando algo mejor para mi familia, para mí y para mi niña. Me dijeron que en un mes y medio tengo que ir a lo de mi papel, pero no puedo esperar porque estoy durmiendo aquí, no como bien. Acabo de desmayarme por falta de comida, fui al hospital cerca de aquí, pero ellos no quieren ayudarnos”.
Su pareja, Edelson, de 26 años, se acercó a unos policías para pedir ayuda y una ambulancia para su esposa, pero cuenta, 12 horas después, seguían a la espera.
“Se cayó, pero aquí nadie nos ayuda. Por ejemplo, los policías no me ayudaron, sólo me miraron. Nadie nos ve bien, parece que nosotros no significamos nada ante sus ojos. Nos tratan como animales”, denuncia.
A la tragedia se le suman las tormentas que han caído en la Ciudad de México en recientes días. Los migrantes protegen lo más que pueden a los niños que están ahí, que durante el día corren, ríen y gritan sin entender qué hacen ahí ni por qué una casa de campaña se ha vuelto su hogar. Al final, ellos son felices cada que llega un vecino a regalarles un pedazo de pan