Durante mucho tiempo fue considerado por los jesuitas franceses como un traidor teológico.
Por: George Weigel
(ZENIT Noticias – First Things / Denver, Estados Unidos).- El 31 de marzo, los obispos de Francia anunciaron que solicitarían a la Santa Sede permiso para abrir una causa de beatificación del Padre Henri de Lubac, S.J. Sea cual fuere el resultado de la causa, rendir tal homenaje a una de las grandes figuras de la teología católica del siglo XX era una forma adecuada de continuar celebrando el sexagésimo aniversario de la apertura del Concilio. En efecto, sin la labor pionera de Henri de Lubac en la recuperación de los Padres de la Iglesia y de la riqueza de los comentarios bíblicos medievales para el pensamiento católico contemporáneo, los textos clave del Vaticano II –sus constituciones dogmáticas sobre la revelación divina y sobre la Iglesia– no serían tan ricos en contenido y estilo escriturístico y patrístico.
¿Quién era Henri de Lubac? Fue veterano del ejército francés en la Primera Guerra Mundial, durante la cual resultó gravemente herido. Fue, como acabamos de señalar, una figura destacada en el movimiento de revitalización de la teología católica mediante un «retorno a las fuentes». Fue uno de los líderes de la resistencia católica francesa al nazismo tras la caída de Francia en 1940 y un entusiasta estudioso del ateísmo moderno. Exiliado al margen de la teología durante los últimos años de Pío XII, fue rehabilitado por Juan XXIII, que le nombró miembro de una de las comisiones de planificación del Concilio Vaticano II. Durante el Concilio, desempeñó un papel fundamental, aunque infravalorado, al argumentar, a su manera suave, que el Vaticano II no estaba llamado a reinventar el catolicismo, sino a renovarlo para la misión, profundizando en la comprensión del Evangelio por parte de la Iglesia, para que ésta pudiera ofrecer más eficazmente a Jesucristo al mundo.
Porque fue el Padre de Lubac quien desencadenó la Guerra de Sucesión Conciliar: la encarnizada lucha –no entre los estereotipados «progresistas» y «tradicionalistas», sino entre los teólogos reformistas del Concilio– sobre el significado de toda la experiencia conciliar. El jesuita francés se unió a su colega alemán más joven, Joseph Ratzinger, y a otros, para insistir en que el Vaticano II fue un concilio de reforma en continuidad con la tradición, no un concilio de ruptura con la tradición, lo que algunos llaman hoy un concilio que efectúa un «cambio de paradigma». Y por ello, el Padre de Lubac pagó un precio considerable.
Cuando Juan Pablo II le nombró Cardenal en 1983 –el primero de una serie de influyentes teólogos del Vaticano II así honrados por el Papa polaco–, sus hermanos jesuitas de Francia, muchos de los cuales le consideraban un traidor teológico, se comportaron de forma abominable. Al principio furiosos por el nombramiento, luego indiferentes, consideraron que «no era asunto nuestro» y se negaron a ayudar al Cardenal designado, de ochenta y siete años, a prepararse para el consistorio en el que recibiría el birrete rojo. Los jóvenes amigos de De Lubac del círculo de la edición francesa de Communio (una revista que él ayudó a crear) intervinieron, comprándole las nuevas vestiduras apropiadas para un cardenal y engañando al provincial de De Lubac para que le proporcionara un billete de vuelta a Roma y un acompañante para el viaje. A su regreso del consistorio, los jesuitas parisinos ofrecieron al Cardenal de Lubac una recepción en la que sólo se sirvieron refrescos.
A lo largo de este proceso, como durante los años en que estuvo bajo sospecha de las autoridades eclesiásticas del Vaticano, Henri de Lubac se comportó como un caballero. Pero era más que eso. Era un verdadero eclesiástico, como demuestran sus memorias, «Al servicio de la Iglesia: Henri de Lubac Reflects on the Circumstances That Occasioned His Writings» (Ignatius Press). Aunque se viera acosado por la incomprensión, la calumnia o la malicia, siguió siendo un dechado de razón y caridad. Los estudiosos seguirán debatiendo la doctrina de De Lubac sobre la relación entre naturaleza y gracia, lo natural y lo sobrenatural. Pero no cabe duda de la devoción del teólogo francés a la causa de Cristo ni de su fidelidad a la Iglesia.
Se tomó en serio el mandato de San Ignacio de que los hombres de la Compañía de Jesús debían «incendiar el mundo». Comprendió que los instrumentos para encender la evangelización debían perfeccionarse con el tiempo, pues las verdades que Cristo había legado a la Iglesia no podían limitarse a un único conjunto de fórmulas. Sin embargo, esas verdades eran duraderas, y la tarea del teólogo era adaptar su pensamiento a ellas, no imaginarse su maestro.
Henri de Lubac sabía que los grandes totalitarismos de su tiempo –el nazismo y el comunismo– eran religiones falsas y ultramundanas que había que combatir con lo que él llamaba «armas del espíritu». Esas mismas «armas» podían servir también para renovar a la Iglesia para la misión. La suya fue una gran visión, bien vivida. Se le beatifique o no, es justo honrarle por haberla articulado.
Traducción del original en lengua inglesa realizada por el director editorial de ZENIT.