ALFONSO SAHAGÚN // Ceremonia de coronación

La de Carlos III, rey del Reino Unido de Inglaterra y de su esposa Camila como reina consorte.    Muy novedosa, especialmente para quienes no hemos vivido bajo un régimen monárquico ni absoluto ni parlamentario, salvo el virreinato y los efímeros imperios de Don Agustín de Iturbide y de Maximiliano e Aubsburgo.

Podemos considerar el evento como un acto litúrgico del protestantismo anglicano, nacido por voluntad del rey Enrique VIII, de acuerdo a aquella sentencia vigente en la Edad Media, de cuyus regio, ejus  et religio (la religión del rey  es la de sus súbditos). Para entonces la fe de Inglaterra era la fe católica. Posesión de ella eran todas sus actuales catedrales londinenses, de enorme valor arquitectónico, entre ellas, la de la Abadía de Westminster, en la que se desarrolló la dicha coronación. De ella, la de títulos de párrocos y obispos, el diseño de ornamentos, el trazo de las partes componentes de la liturgia eucarística.

La celebración, por su esplendidez, puede calificarse, como lo hizo el Concilio Vaticano II, refiriéndose a actos semejantes, que censura, practicados al interior de la propia Iglesia católica, de triunfalista.

Es de llamar especialmente la atención de la celebración el tiempo que llevó su preparación en todas sus partes, en todos sus detalles y aun su costo. 

Magnífica la parte coral, de la que distinguí melodías del canto gregoriano, de la polifonía clásica, pasajes del oratorio El Mesías de Hendel y algo de inspiración inglesa actual. Igualmente, la participación de orquesta y de un conjunto de trompetistas.

En la liturgia eucarística católica, existe un equilibrio entre lo que llama “mesa de la palabra”, formada por la lectura de pasajes bíblicos adaptados a cada celebración, acompañada de ciertas preces y aclamaciones, y la “mesa de la eucaristía”. Ambas estuvieron disminuidas frente a la parte coral-orquestal.

De llamar la participación de toda la asamblea, compuesta de reyes, jefes de Estado del mundo entero y de gobierno de diversa mentalidad religiosa, no sólo por su respetuosa asistencia sino por la forma de acompañar el culto sirviéndose de un instructivo escrito que fue proporcionado a todos los presentes, uniéndose a una respuesta, a una aclamación.

Lo anterior marcó el hecho central de la coronación-unción del rey Carlos III del Reino Unido de Inglaterra, inspirada, en lo central, en la unción sagrada de un rey de Israel que, por cierto, era de lo más sencillo del mundo, pero de gran significado. La unción del rey de David, por ejemplo, fue en familia: el profeta enviado para realizarla, derramó aceite sobre la cabeza del elegido en presencia del padre y hermanos.

El acontecimiento fue también un acto de ecumenismo, ya que estuvieron presentes y compartieron la ceremonia  jerarcas de distinta confesión religiosa, incluida, por primera vez en coronaciones anteriores, la católica, quienes, en un momento dado, oraron respectivamente por el nuevo monarca y le desearon el mejor cumplimiento de su misión.

Como elemento marginal, puede también señalarse la elegancia de la presentación de los congregados, especialmente la de las damas.

Ser testigos, a estas alturas, de una ceremonia de ese tipo, es algo realmente singular, ya que remonta a épocas pasadas seculares, que ya no tienen repetición.

Podría pensarse que tal Reino Unido es semejante a los reinos europeos de gobiernos absolutos del siglo XVI, lo más opuesto a las democracias actuales, nacidas como reacción de tal tipo de reinos. Pues no, ya que Inglaterra ha sido y es la maestra de la democracia en el mundo.

¿Entonces toda esa faramalla de la ceremonia comentada? Marca de alguna manera un punto de unidad dentro de una evolución o, si se quiere, un lujo un tanto extravagante, costoso, pero que es considerado diverso, distinguido, valioso sin dejar de ser cuestionable, arcaico. Cada cabeza, cada nación es única.

Deja un comentario

A. SAHAGÚN

Editorialista

Gracias por visitarnos