Isabel Figuereido
Brasilia, Brasil
Es real y es perverso
Después de años oyendo del cambio climático y pensando que el tema era apocalíptico y lejano, hoy enfrentamos en carne propia la realidad que se avizoraba. Para las ciudades, donde vive la mayoría de la población, el tema era aún más lejano. Jóvenes campesinos, poblaciones indígenas y comunidades tradicionales no creían de sus mayores que “ese riachuelo era el lugar donde nadábamos en la infancia”. Tragedias como la de Petrópolis y la progresiva escasez de agua son problemas que no se pueden ignorar. Actualmente la percepción del cambio climático está a diario en el campo y la ciudad. Inundaciones frecuentes, olas de calor extremo, olas de frío extremo, sequías intensas, tornados, vendavales. Sucesos antes aislados, ahora son habituales y afectan la vida cotidiana de todos los seres vivos del planeta.
Las poblaciones pobres son las más afectadas por el cambio climático. En el contexto urbano, viven en gran vulnerabilidad porque ocupan laderas y riberas de ríos, más peligrosas con las precipitaciones de las lluvias torrenciales ya frecuentes. Las mujeres, alrededor del 70% de las personas en situación de pobreza, se ven especialmente afectadas. No tienen el mismo acceso a recursos económicos y materiales que los hombres. Son las responsables de la mayor parte del cuidado de las personas de la sociedad y sufren una serie de violencias de género que, aunadas al impacto del cambio climático, precariza aún más sus vidas.
En el contexto rural cuya alimentación y sustento depende de la tierra, los efectos son aún más devastadores. Las pérdidas de cosechas por sequías o lluvias excesivas generan, además de pobreza, inseguridad alimentaria. El cambio climático afecta toda la dinámica del uso de la tierra en una región. La caída de la producción dificulta la permanencia en la tierra, aumenta la vulnerabilidad de las familias a las presiones de los acaparadores de tierras y la especulación inmobiliaria, incrementando el éxodo rural. Es una situación de amenaza para la seguridad alimentaria de los agricultores y de toda la sociedad que depende de su producción.
El caso del Cerrado brasileño ejemplifica un proceso que se está dando en varias regiones: con el cambio en la distribución de las lluvias, la estación seca se prolonga y la demanda de sistemas de riego para la agroindustria aumenta significativamente. El sistema de producción industrial de materias primas, que prevalece en el Cerrado y fue responsable de la pérdida del 50% de la cobertura vegetal nativa de este bioma, demanda un enorme volumen de agua y, con el cambio en la distribución de las lluvias, necesita cada vez más sistemas de riego (demandados por la agroindustria). Un informe de la Agencia Nacional de Agua y Saneamiento Básico (ANA) estima que el área irrigada en Brasil crecerá un 76% entre 2019 y 2040. En 2021, el riego ya representó el 50% de la demanda de agua en todo Brasil, seguido por el abastecimiento humano urbano (24%), industria (10%) y uso animal (8,4%). La expansión del riego a gran escala sobrecarga los cursos de agua, que ya están sufriendo la extensión del período seco. Incluso sobrecarga el complejo y poco conocido sistema de aguas subterráneas, ya que parte del riego opera por medio de la perforación de pozos. Se produce un círculo vicioso perverso que llevará a la sociedad a situaciones de emergencia nunca antes vistas.
Soluciones que vienen de la tierra.
Este escenario desalentador conduce a buscar soluciones avaladas, utilizadas y mejoradas por las comunidades rurales en los rincones del mundo. Además de alternativas desarrolladas por investigadores, debemos considerar la ciencia empírica, desarrollada por la gente del campo, con experiencia en aguas y bosques. Reconocer, despenalizar y difundir las prácticas tradicionales y la amplia gama de conocimientos asociados es fundamental para sobrellevar esta dura realidad del cambio climático.
A partir de las innovaciones desarrolladas con los pequeños productores, especialmente en la Caatinga, se han difundido muchas tecnologías sociales y prácticas de manejo de la tierra para armonizar la convivencia con la región semiárida, para aumentar la disponibilidad de agua para consumo y también para riego. En estas tecnologías se viene capacitando a miles de familias a través de la Articulación del Semiárido (ASA) y de las diversas organizaciones que la conforman. Y debemos extender estas técnicas a las otras regiones de Brasil, que también sufren de largas sequías o de la mala calidad del agua para el consumo humano.
En este abanico de propuestas, se encuentran las cisternas de primera agua, abastecidas con agua de lluvia recogida de los tejados y las cisternas de producción, que se abastecen creativamente de diferentes formas. Se impulsa la reutilización de las aguas negras, el agua del fregadero y de la lavadora, que filtrada sirve para regar la huerta y la plantación de palma. Y los diferentes tipos de surcos, con las diversas formas de riego inteligente y económico, riego por goteo, riego subterráneo y otros. También, toda la gama de prácticas asociadas a los conceptos de agroecología, que mejoran la salud del suelo, mejoran el almacenamiento de agua en el suelo a través del mantillo; curvas de nivel bien utilizadas y la variedad de cultivos intercalados.
Además de convivir con las penurias del clima, necesitamos revertir los procesos que agravan sus impactos. En todo Brasil, la reivindicación de áreas que han sido deforestadas alcanza los 12 millones de hectáreas (Planaveg 2017). Las más diversas técnicas se complementan para devolver parte de la funcionalidad de los ecosistemas. Desde el aislamiento de una zona, para que la naturaleza pueda trabajar a su antojo en la regeneración natural, hasta una pequeña presa para evitar inundaciones y erosión. Recordemos que Brasil no sólo está compuesto por bosques; plantíos de hierbas, pastos y arbustos pueden ser esenciales para la restauración de ecosistemas abiertos, como los presentes en el Cerrado, Pantanal y Pampas.
Aún hay conocimientos más profundos por todo este país que hay que valorar. Tras muchas generaciones, los territorios de los pueblos y comunidades tradicionales están, en general, bien conservados desde el punto de vista ambiental y son muy productivos. Esta producción abundante y diversa de tierras de cultivo, traspatio y productos extractivos, como frutas nativas, nueces y pescado, no está incorporada a las estadísticas oficiales. Gran parte de la producción de estos territorios se destina al autoconsumo, al intercambio y a la venta directa en ferias, puerta a puerta o incluso a intermediarios. Estos sistemas de comercialización no están formalizados por lo que no generan registros en los datos oficiales. Así, el trabajo y la inmensa riqueza productiva de los pueblos indígenas, quilombolas, comunidades tradicionales y agricultores familiares no son debidamente considerados en Brasil.
Los sistemas agrícolas tradicionales utilizados en los diversos biomas brasileños no son reconocidos ni valorados. Incluso algunos son criminalizados, como la corta y quema en áreas de llanuras aluviales, que son áreas de preservación permanente (APPs), según el Código Forestal. Soluciones sofisticadas y sencillas a la vez, como sistemas de drenaje y taponamiento de áreas inundadas, manejo tradicional con fuego, crianza de ganado en libertad en el Cerrado, siembra en el reflujo de los ríos, entre muchos otros, tienen importantes componentes en la búsqueda de soluciones para hacer frente al cambio climático.
Una frase de los movimientos rurales nos ayuda a entender que el impacto del cambio climático llega más agresivamente a los agricultores familiares y a los pueblos y comunidades tradicionales, pero también repercute en las ciudades, sea desde la perspectiva del derecho a la alimentación, o por tragedias que sacrifican la vida de miles de personas. “Si el campo no siembra, la ciudad no come”: debe ser un himno para entender que, conservar el medio ambiente, es tener alternativas para la soberanía de estos pueblos que aprenden, de la tierra, soluciones para que la sociedad pueda vivir con salud y derechos.
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