Papa Francisco y la escasez de bebés: preocupaciones y esperanzas en un gran discurso a favor de mujeres y jóvenes

Discurso del Papa a los participantes en la III edición de los Estados Generales de la Natalidad.

 (ZENIT Noticias / Roma).- Por la mañana del viernes 12 de mayo, el Papa Francisco participó con un discurso en la tercera edición de los así llamados «Estados Generales de la Natalidad», una iniciativa italiana que ante el invierno demográfico que pasa el país (en 2022 murieron 713.499 contra 392.598 en el mismo año) promueve la natalidad y políticas que la faciliten. El evento se realizaba a pocos metros del Vaticano, en el Auditorio di Via della Conciliazione.

Ofrecemos a continuación el discurso del Papa traducido al castellano. El discurso fue pronunciado en presencia de la primera ministra del país, la señora Giorgia Meloni.

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Pido disculpas por no hablar de pie, pero no tolero el dolor cuando estoy de pie. Os saludo a todos y os agradezco vuestro compromiso. Gracias a Gigi De Palo, presidente de la Fondazione per la Natalità («Fundación para la Natalidad», ndt), por sus palabras y por la invitación, porque creo que el tema de la natalidad es central para todos, sobre todo para el futuro de Italia y de Europa.

Quisiera dar sólo dos «fotografías» que han sucedido aquí, en la plaza [de San Pedro]. Hace quince días, mi secretario estaba en la plaza y vino una madre con un cochecito. Él, un sacerdote de corazón tierno, se acercó para bendecir al bebé… ¡era un perrito! Hace quince días, en la Audiencia de los miércoles, iba a saludar, y llegué delante de una señora, de unos cincuenta años más o menos; saludé a la señora y ella abrió una bolsa y me dijo: «Bendícelo, mi bebé»: ¡un perrito! Ahí no tuve paciencia y regañé a la señora: «¡Señora, tantos niños con hambre, y usted con el perrito!». Hermanos y hermanas, éstas son escenas del presente, pero si las cosas siguen así, ésta será la costumbre del futuro, tengamos cuidado.

En efecto, el nacimiento de niños es el principal indicador para medir la esperanza de un pueblo. Si nacen pocos significa que hay poca esperanza. Y esto no sólo tiene consecuencias económicas y sociales, sino que mina la confianza en el futuro. He oído que el año pasado Italia alcanzó un mínimo histórico de nacimientos: sólo 393.000 recién nacidos. Es una cifra que revela una gran preocupación por el mañana. Hoy en día, traer hijos al mundo se percibe como una empresa a cargo de las familias. Y esto, desgraciadamente, condiciona la mentalidad de las jóvenes generaciones, que crecen en la incertidumbre, cuando no en la desilusión y el miedo. Viven en un clima social en el que fundar una familia se ha convertido en un esfuerzo titánico, en lugar de ser un valor compartido que todos reconocen y apoyan. Sentirse solo y obligado a confiar únicamente en las propias fuerzas es peligroso: significa erosionar poco a poco la vida en común y resignarse a existencias solitarias, en las que cada uno tiene que arreglárselas solo. Con la consecuencia de que sólo los más ricos pueden permitirse, gracias a sus recursos, más libertad a la hora de elegir qué forma dar a sus vidas. Y esto es injusto, además de humillante.

Tal vez nunca como ahora, en medio de guerras, pandemias, desplazamientos masivos y crisis climáticas, el futuro parece incierto. Amigos, es incierto; no sólo parece, es incierto. Todo va deprisa e incluso las certezas adquiridas pasan rápidamente. De hecho, la velocidad que nos rodea aumenta la fragilidad que llevamos dentro. Y en este contexto de incertidumbre y fragilidad, las generaciones más jóvenes experimentan más que nadie un sentimiento de precariedad, de modo que el mañana parece una montaña imposible de escalar.

Ha hablado de la «crisis», una palabra clave. Pero recordemos dos cosas sobre la crisis: de la crisis no salimos solos, o salimos todos o no salimos; y de la crisis no salimos iguales: salimos mejor o peor. Recordemos esto. Esta es la crisis de hoy. La dificultad para encontrar un trabajo estable, la dificultad para mantener un trabajo, las viviendas prohibitivamente caras, los alquileres por las nubes y los salarios insuficientes son problemas reales. Son problemas que cuestionan la política, porque está a la vista de todos que el libre mercado, sin los correctivos necesarios, se vuelve salvaje y produce situaciones y desigualdades cada vez más graves.

Hace algunos años, recuerdo una anécdota de una cola delante de una empresa de transportes, una cola de mujeres que buscaban trabajo. A una le habían dicho que era su turno…; presentó los datos… «Vale, trabajarás once horas al día, y el salario será de 600 (euros). ¿DE ACUERDO?» Y ella dice: «Pero cómo, pero con 600 euros… 11 horas… no se puede vivir…». – «Señora, mire la cola y elija. Si le gusta, lo coge; si no le gusta, se muere de hambre». Esto es un poco la realidad que se vive.  Es una cultura poco amistosa, cuando no hostil, a la familia, centrada como está en las necesidades del individuo, donde se reivindican constantemente los derechos individuales y no se habla de los derechos de la familia (cf. Exhortación apostólica Amoris laetitia, 44). En particular, existen limitaciones casi insuperables para las mujeres. Las más perjudicadas son precisamente ellas, mujeres jóvenes a menudo obligadas a la encrucijada entre carrera profesional y maternidad, o aplastadas por el peso del cuidado de la familia, sobre todo en presencia de ancianos frágiles y personas dependientes. En este momento, las mujeres son esclavas de esta regla de trabajo selectivo, que también les impide ser madres.

Por supuesto, la Providencia existe, y millones de familias lo atestiguan con sus vidas y sus elecciones, pero el heroísmo de tantos no puede convertirse en una excusa para todos. Se necesitan, pues, políticas con visión de futuro. Hay que preparar un terreno fértil para que florezca una nueva primavera y dejar atrás este invierno demográfico. Y, puesto que el terreno es común, como comunes son la sociedad y el futuro, es necesario abordar el problema juntos, sin vallas ideológicas ni posturas preconcebidas.

El conjunto es importante. Es cierto que, también con su ayuda, se ha hecho mucho y por ello estoy agradecido, pero aún no es suficiente. Es necesario un cambio de mentalidad: la familia no es parte del problema, sino parte de su solución. Por eso me pregunto: ¿hay alguien que pueda mirar hacia adelante con el valor de apostar por las familias, por los niños, por los jóvenes? Tantas veces oigo las quejas de las madres: «Eh, mi hijo se graduó hace mucho tiempo… y no se casa, se queda en casa… ¿qué hago?». – «No planche las camisas, señora, empecemos así, luego ya veremos».

No podemos aceptar que nuestra sociedad deje de ser generativa y degenere en tristeza. Cuando no hay generatividad viene la tristeza. Es un malestar feo y gris. No podemos aceptar pasivamente que tantos jóvenes luchen por realizar su sueño familiar y se vean obligados a bajar el listón del deseo, conformándose con sucedáneos privados y mediocres: ganar dinero, aspirar a una carrera, viajar, guardar celosamente el tiempo libre…

Todas estas cosas son buenas y correctas cuando forman parte de un proyecto generativo más amplio, que da vida alrededor y después de uno mismo; si en cambio se quedan sólo en aspiraciones individuales, se marchitan en egoísmo y conducen a ese hastío interior. Este es el estado de ánimo de una sociedad no generativa: ¡el hastío interior que anestesia los grandes deseos y caracteriza a nuestra sociedad como una sociedad del hastío! ¡Volvamos a dar aliento a los deseos de felicidad de los jóvenes! Sí, tienen deseos de felicidad: volvamos a dar aliento, abramos el camino. Cada uno de nosotros experimenta cuál es el índice de su propia felicidad: cuando nos sentimos llenos de algo que genera esperanza y calienta el alma, es espontáneo compartirlo con los demás. Por el contrario, cuando estamos tristes, grises, nos ponemos a la defensiva, nos cerramos y percibimos todo como una amenaza. Aquí, la natalidad, así como la acogida, que nunca deben oponerse porque son dos caras de la misma moneda, nos revelan el grado de felicidad de la sociedadUna comunidad feliz desarrolla naturalmente los deseos de engendrar y de integrar, de acoger, mientras que una sociedad infeliz se reduce a una suma de individuos que intentan defender lo que tienen a toda costa. Y muchas veces se olvidan de sonreír.

Amigos, después de haber compartido estas preocupaciones que llevo en el corazón, quisiera entregaros una palabra que me es muy querida: esperanza. El reto de la natalidad es una cuestión de esperanza. Pero cuidado, la esperanza no es, como a menudo se piensa, optimismo, no es un vago sentimiento positivo sobre el futuro. «¡Ah, usted es un hombre positivo, una mujer positiva, bravo!». No, la esperanza es otra cosa. No es una ilusión o una emoción que se siente, no; es una virtud concreta, una actitud de vida. Y tiene que ver con opciones concretas. La esperanza se alimenta del compromiso de cada uno con el bien, crece cuando nos sentimos partícipes e implicados en dar sentido a nuestra vida y a la de los demás. Alimentar la esperanza es, por tanto, acción social, intelectual, artística, política en el más alto sentido de la palabra; es poner las propias capacidades y recursos al servicio del bien común, es sembrar futuro. La esperanza genera cambios y mejora el futuro. Es la más pequeña de las virtudes», decía Peguy, «¡es la más pequeña, pero es la que te lleva más lejos! Y la esperanza no defrauda. Hay tantas Turandas en la vida de hoy que dicen: «La esperanza siempre decepciona». La Biblia nos dice: «La esperanza no defrauda» (cf. Rom 5,5).

Me gusta pensar en los «Estados Generales de la Natalidad» –ahora en su tercera edición– como una obra de construcción de la esperanza. Una obra en la que no trabajamos por encargo, porque alguien paga, sino en la que trabajamos todos juntos precisamente porque todos quieren esperar. Por eso espero que esta edición sea una oportunidad para «ampliar la obra», para crear, a muchos niveles, una gran alianza de esperanza. Aquí es bueno ver que los mundos de la política, la empresa, la banca, el deporte, el espectáculo, el periodismo se reúnen para pensar en cómo pasar del invierno a la primavera demográfica. Sobre cómo nacer de nuevo, no sólo físicamente, sino interiormente, para salir a la luz cada día e iluminar el mañana con esperanza. Hermanos y hermanas, no nos resignemos a la torpeza y al pesimismo estéril, a la sonrisa del compromiso, no. No creamos que la historia ya está marcada, que no se puede hacer nada para invertir la tendencia. Porque –permítanme decirlo en el lenguaje que prefiero, el de la Biblia– es precisamente en los desiertos más áridos donde Dios abre caminos nuevos (cf. Is 43,19). Busquemos juntos esos caminos nuevos en este desierto árido.

La esperanza, en efecto, nos llama a ponernos en marcha para encontrar soluciones que den forma a una sociedad a la altura del momento histórico que vivimos, una época de crisis marcada por tantas injusticias. La guerra es una de ellas. Reactivar la natalidad es reparar las formas de exclusión social que afectan a los jóvenes y a su futuro. Y es un servicio para todos: los niños no son bienes individuales, son personas que contribuyen al crecimiento de todos, aportando riqueza humana y generacional. También aportan creatividad al corazón de los padres. A vosotros, que estáis aquí para encontrar buenas soluciones, fruto de vuestra profesionalidad y competencia, quiero deciros: sentiros llamados a la gran tarea de regenerar la esperanza, de iniciar procesos que den impulso y vida a Italia, a Europa, al mundo, que nos traigan muchos niños. Gracias.

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