López Obrador regresó de la enfermedad a lo de siempre: acusar a la SCJN de impedir la transformación, de estar en contra del pueblo y otras lindezas.
La Suprema Corte de Justicia decidió, por nueve votos a dos, que la forma en que se aprobó el conjunto de leyes llamado plan B, en su primer paquete, no corresponde a las reglas parlamentarias que tiene el Congreso. Por tanto, las modificaciones contenidas en él dejan de existir. No se discutió el contenido del paquete, que incluye preceptos violatorios de la Constitución, pero ya no tiene importancia práctica, aunque hubiera sido interesante.
Esta decisión sienta un precedente para la discusión del segundo paquete de esas mismas leyes, que se aprobó de la misma desaseada manera, pero también para el alud de decisiones que tomaron las cámaras (o, más bien, los congresistas de la coalición presidencial en ambas cámaras) en la última semana del periodo ordinario de sesiones.
Frente a la decisión, López Obrador regresó a lo de siempre: acusar a la Corte de impedir la transformación, de estar en contra del pueblo, y de otras lindezas similares. Aunque no es la primera vez, creo que en esta ocasión es totalmente clara su vocación tiránica: los otros dos poderes federales están para cumplir sus caprichos, y no para debatir (el Congreso) y convalidar (la Corte).
Porque la anulación del plan B y del alud final son resultado de López Obrador mismo. Él fue el que exigió que su coalición avasallara a la oposición en las cámaras, y aprobara reformas legales sin conocerlas. Él provocó el problema, y él se queja de que no se lo acepten. No entiende que haya límites a su voluntad. Ya lo ha dicho: no me salgan con que la ley es la ley.
En su imaginación, el único que debe opinar y decidir es él, y el papel de los demás es obedecer, no responder. Cree posible un régimen unipersonal, que México no ha visto hace muchísimo tiempo. En el régimen de la Revolución, el poder se concentraba en un hombre, que sin embargo no era todopoderoso, sino que recibía y administraba las tensiones de los grupos, reduciendo lo más posible el riesgo de conflicto. Tampoco fueron todopoderosos los dos dictadores oaxaqueños, Juárez y Díaz, que cumplían el mismo papel del presidente priista, con grupos diferentes, con los hombres fuertes locales.
Tal vez el único que intentó el régimen unipersonal fue el otro López, el De Santa Anna. Popular, capaz de reorganizar ejércitos en pocas horas, iba y venía de la silla presidencial conforme las coaliciones se rompían y regresaba el conflicto. Es el hombre de los primeros 50 años de México, en los que se vino abajo la economía y perdimos el territorio.
Si entonces no funcionó el “país de un solo hombre”, ahora mucho menos. Pero parece que nadie quiere discutirlo. Todos están a la espera de que pase el tiempo, y el alienado se vaya. Mientras, buscan acomodarse en la mejor posición para el siguiente acto: candidatura presidencial o de gobernador, senadurías o diputaciones, el año de Hidalgo y el de Carranza.
No parecen darse cuenta de que, a este ritmo, será muy poco lo que pueda rescatarse. Seguirle dando por su lado al insensato puede implicar el derrumbe definitivo de las instituciones, y entonces, ni los puestos ni las propiedades serán muy útiles. Es muy humano creer que lo conocido es lo que existe, y seguirá existiendo, pero es un error. El mundo en que vivimos es resultado de convenciones que hemos construido con dificultades, y que se mantienen por inercia y porque cuando se requiere, las instituciones las soportan. Debería bastar con ver tantas zonas del país donde esto ya ha ocurrido, para hacerse una idea de lo que viene. Como en El rey Lear, el loco guiando a los ciegos. (El Financiero)