Vocación: gracia y misión

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

El domingo pasado se celebró la 60ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, con el tema “Vocación: gracia y misión”. En su mensaje, el Santo Padre expresó: «Esta iniciativa providencial se propone ayudar a los miembros del pueblo de Dios, personalmente y en comunidad, a responder a la llamada y a la misión que el Señor confía a cada uno en el mundo de hoy, con sus heridas y sus esperanzas, sus desafíos y sus conquistas». Y añadió: «Dios nos “concibe” a su imagen y semejanza, y nos quiere hijos suyos: hemos sido creados por el Amor, por amor y con amor, y estamos hechos para amar. A lo largo de nuestra vida, esta llamada, inscrita en lo más íntimo de nuestro ser y portadora del secreto de la felicidad, nos alcanza, por la acción del Espíritu Santo, de manera siempre nueva, ilumina nuestra inteligencia, infunde vigor a la voluntad, nos llena de asombro y hace arder nuestro corazón».

Hoy se habla muy poco de la posibilidad de responder a la llamada de Dios en cualquier vocación personal que sea bien discernida para vivirla en plenitud hasta el último suspiro.  ¿Qué significa tener vocación? ¿Por qué tenemos que rezar por ella? La parábola del sembrador nos ayuda a clarificar este concepto, denso de contenido y hermoso en su expresión más auténtica: «He aquí que el sembrador salió a sembrar y, mientras sembraba, parte de la semilla cayó en el camino…, parte en un lugar pedregoso…. y parte en tierra buena» (Mt 13, 1-23). Como indica San Mateo, la vocación cristiana es un diálogo, con características responsoriales, entre Dios y la persona humana en el que el interlocutor principal es Dios. Él llama a quien quiere, cuando quiere y como quiere «según su designio y su gracia» (2 Tim 1,9), sin dejarse limitar por las disposiciones del destinatario. Pero la libertad de Dios se encuentra con la libertad del hombre, que es condición para la acción de la gracia, y la gracia es, a la inversa, condición para el crecimiento del hombre en la libertad. Dios habla a través de su Palabra y nosotros respondemos con nuestra oración y el discernimiento.

A esta comunicación verbal se añade una comunicación de acciones: Dios actúa en nuestra vida y nosotros respondemos con decisiones y, a menudo, con omisiones. Además, hay una comunicación silenciosa: Dios actúa en nosotros sin sonido de palabras, dándonos una percepción de sí mismo para que, pasivamente y antes de tener inteligencia y juicio, nos dejemos tocar por la intuición de su trascendencia que, al mismo tiempo, fascina e intimida. La vocación tiene también una estructura responsorial porque los dos interlocutores participan en el diálogo con un grado distinto de autopresencia en él: Dios es el dialogante siempre perfecto, el hombre es un dialogante siempre decepcionante, sobre todo cuando no se deja “tocar” por el Señor.  Dios está totalmente con el hombre porque éste está totalmente consigo mismo. Es el dialogante siempre perfecto que no puede engañar, de modo que, mientras que el diálogo entre los hombres va siempre acompañado de insatisfacción, el diálogo con Dios ofrece la felicidad suprema que proviene de la quietud porque Él es el fundamento último y en que el hombre está bien pues sólo encuentra su plena satisfacción en la divinidad.

Por el contrario, el hombre, ontológicamente dividido en sí mismo y teológicamente marcado por la concupiscencia, es un dialogante contradictorio, sólo y siempre parcialmente presente para sí mismo y para los demás, y sólo a través de sucesivos actos de libertad puede, por grados, traducir la presencia previa de Dios en él en experiencia personal. Se puede decir, por tanto, con razón, que la vocación cristiana es una lucha: la lucha del hombre consigo mismo, como dialogante imperfecto, y con Dios, a quien pide manifestarse como el dialogante perfecto que Él ya es en sí mismo. En términos estrictamente psicológicos, esto significa que a la presencia constante y total de Dios corresponden diferentes predisposiciones psíquicas. De hecho, la parábola del sembrador nos informa que la llamada (la semilla) es recibida por personas que tienen disposiciones diferentes y, por tanto, obtienen resultados distintos. La semilla que cae en el corazón humano es siempre la misma, pero los diversos individuos responden con disposiciones personales diferentes, de modo que las resonancias subjetivas y las traducciones prácticas de la única semilla son distintas. La vocación como diálogo debe estudiarse, por tanto, desde dos perspectivas. La primera se refiere al polo objetivo: ¿en qué consiste la llamada de Dios? Esta es la perspectiva teológica. La segunda perspectiva se refiere al polo subjetivo: ¿cuáles son las características humanas que predisponen (pero no provocan) a responder con mayor o menor eficacia? Esta es la perspectiva antropológica y más concretamente propia de la psicología.  La vocación es un don y es necesario que oremos para que las decisiones vocacionales sean siempre según Dios.

Domingo 7 de mayo de 2023.

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