Jordi Corominas
San Julián de Loria, de Andorra
En todo el mundo siempre encontramos personas cristianas o que actúan cristianamente: gente que acompaña y se desvive por las víctimas de todo tipo de poder o por todo tipo de marginados o rechazados; gente que lucha contra el mal y el sufrimiento cuando no hay absolutamente ningún motivo por la esperanza; gente que toma distancia de tantos dioses y religiones deshumanizantes y que, en cambio, admira y se acerca a los ateos que luchan con quienes sufren. ¿Por qué lo hacen? La respuesta es clara. Porque no creen en Dios. Creen en el Dios crucificado a pesar de los siglos que hace que se intenta normalizar el cristianismo armonizando a su dios con todos los demás dioses. Y si algunos actúan así sin conocer a este Dios son, como veremos, su exponente más claro por partida doble. Pero ¿qué tiene que ver este Dios con una esperanza inclaudicable que ayuda a ser resilientes y a superar adversidades?
Para el hombre antiguo, la existencia de los dioses era un hecho. Pocos pusieron en duda que la felicidad y sufrimiento del hombre y la propia existencia de las cosas y los acontecimientos cósmicos (terremotos, epidemias, etc.) dependieran de poderes invisibles. Y hoy, más o menos, sucede lo mismo: buena parte de la humanidad cree que todo depende de que la fuerza, o una energía que empapa todo el universo, esté en sintonía con nosotros. La esperanza y la resiliencia, pues, se juega con una adecuada negociación con estas fuerzas que es de lo que siempre se han preocupado las religiones y sus sustitutos. Por eso, en todas las religiones y sus sucedáneos hay siempre una especie de lógica retributiva: tal harás tal hallarás, en esta o en otra vida; si te unes a la divinidad serás feliz, encontrarás la felicidad y la plenitud espiritual y si las cosas te van mal es que te has alejado de los dioses y tú tienes buena parte de la culpa.
Sin embargo, con el judaísmo apareció una religión muy singular que, a diferencia de todas las demás, entendía que ni la realidad ni ningún poder o entidad invisible que emanara de ella era divina. Proclamaba que todas las realidades están al servicio del ser humano y no a la inversa y que la liberación era histórica y dependía de la humanidad, rompiendo así con la concepción cíclica del tiempo que implica siempre si no desesperación sí pesimismo porque todo se repite inevitablemente. De hecho, quienes ponen la esperanza y su compromiso en intentar cambiar y liberar el mundo a través de las luchas sociales, prescindiendo de los dioses y de las religiones, son también herederos del judaísmo. Y más cuando a pesar del fracaso, las posibilidades reales y la muerte que nos espera no terminan en la desesperación o retirándose de todo compromiso con la historia y la sociedad.
Dentro del judaísmo, y para colmo, un judío, Jesús de Nazaret, anunció que había llegado ya el reino de Dios y que este era una realidad presente e histórica y no de ultratumba. Lo comparaba con un banquete de bodas al que todo el mundo estaba invitado. Y empezó a construirlo con sus seguidores. No se trataba de un nuevo reino estatal, sino de un reino alternativo nada patriarcal que se realizaba en el intercambio fraternal entre los individuos y los grupos: compartiendo los bienes escasos; creando una red entre diferentes “casas”; practicando la solidaridad; sentándose en la misma mesa mostrando así la superación de cualquier barrera social entre comensales y acogiendo a todos los que por sus problemas físicos (ciegos, paralíticos…) o enfermedades (leprosos), eran rechazados o considerados como rechazados “castigados” por Dios.
De la construcción de este reinado alternativo derivó un fuerte conflicto con los sacerdotes y el templo de Jerusalén. Si a los aparentemente “apartados” de Dios se les ofrecía gratuitamente el reinado de Dios, se iba al traste todo el sistema sacrificial y ritual del templo y su economía, similar en la mayoría de religiones. El caso es que se ganó a muchos enemigos y acabó siendo ejecutado en una cruz, como un rebelde político abandonado por la masa y también por sus discípulos. Según los evangelios, Jesús experimenta en la cruz la desesperación y la ausencia de Dios.
La interpretación más obvia de esta muerte en la cruz, en el contexto judío del siglo I, es la de entender la muerte de Jesús como un signo inequívoco de que Dios no estaba a su lado. Es también la interpretación que haríamos hoy: ¿qué puede tener de divino (un adjetivo que siempre se asocia con algún tipo de poder) un completo fracasado? Es lógico pensar así, y todos lo hacemos: si existe el sufrimiento de un inocente como Jesús es o porque no sigue al Dios que conviene o porque Dios no existe. Y, por el contrario, quienes vieron en Jesús alguna proximidad con Dios, como algunos gnósticos y el propio Mahoma, se vieron obligados a negar su muerte en una cruz.
La asombrosa interpretación cristiana es que Dios se identifica totalmente con Jesús, y no sólo con su causa, sino también con su cuerpo. Ni siquiera la muerte, ni que Jesús se haya convertido ya en un despojo, frena esta identificación. En virtud de esta escandalosa y contracultural afirmación de un Dios que muere crucificado, los cristianos esperan que la muerte no sea la última palabra y que el mal no sea definitivo y sin contestación posible. De este Dios crucificado deriva además una conclusión revolucionaria religiosa y antropológica: así como Jesús es una víctima y Dios está con él, las víctimas, todo tipo de víctimas (pobres, excluidos, menospreciados, enfermos, fracasados, etc.,) no son culpables. Y no sólo no son culpables, sino que Dios las ama de forma gratuita e incondicional, por el hecho de ser personas, más allá de sus actos y de toda condena social.
Si Dios mismo es el crucificado, el Dios cristiano se encuentra junto a los presuntamente abandonados por los dioses y la desgracia y fracaso de Jesús no puede ser consecuencia del castigo divino. El Dios que muere mata ciertamente a muchos dioses, anula sus lógicas retributivas, critica las instituciones encargadas de ejecutarlas, despoja de toda legitimación divina a los poderes religiosos y políticos, y da lugar a otra lógica extremadamente perturbadora y subversiva: la lógica de la gratuidad y el perdón. Ya no hay necesidad de méritos, regímenes, místicas, normas sobre los alimentos, esfuerzos ascéticos, meditativos, o lo que sea, para ganarse el favor de los dioses. Y aquí es donde radica la Buena Nueva del cristianismo, el súmmum de la resiliencia y la gran esperanza por toda la humanidad: las víctimas no son culpables y pueden levantarse. Puede vivirse liberado de la lógica retributiva, de las ansias de perfección, de la persecución del éxito y de la comparación con los demás.
El Dios crucificado, entonces, es un crítico radical de todos los dioses habituales, de todos los ídolos, de sus sustitutos laicos y de muchas formas del cristianismo histórico en la medida en que son artefactos destinados a garantizar el funcionamiento de la lógica retributiva, presentando a los poderosos y a las víctimas como merecedores de su situación y sometiendo a las conciencias con la culpa. El cristianismo supone así una especie de contra religión: una forma tan diferente de comprender a Dios que trastorna completamente los valores religiosos de la sociedad. Por eso, no es de extrañar que los primeros cristianos fueran acusados de ateos o asociados con los cínicos. No sólo negaban los ídolos de las distintas religiones y sus chivos expiatorios, que siempre suelen ser los mismos a lo largo de la historia (el extranjero, el emigrante, el distinto, el fracasado, el pobre…), sino que negaban también cualquier posibilidad de convertir al Dios crucificado en el engranaje legitimador de cualquier sistema social. Y por eso mismo, el cristianismo primitivo era percibido como un verdadero enemigo del estado y sus intereses religiosos, como una esperanza y resiliencia transgresora, en la medida en que levantaba a los más humildes y postrados y liberaba también a los poderosos de las servidumbres del poder. Y es que la esperanza cristiana no es sólo un esperar “contra toda esperanza”, sino una transformación aquí y ahora de toda realidad opresora, y la semilla de una sociedad alternativa, el Reino de Dios, donde caben todos gratuitamente sin privilegios ni narcisismos.
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