El amor vivido en comunión

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I

La familia es una de las realidades más afectadas por la sociedad líquida y secularizada en la que estamos inmersos. Lo que es verdaderamente alarmante, es que no queremos darnos cuenta de la tragedia, porque estamos envueltos en una problemática social y política que no favorece que cuidemos lo que es realmente esencial para afrontar el futuro con esperanza. La familia está llamada a ser una auténtica comunidad de personas unidas por el amor y tendría que ser el motor de la unión, en primer lugar, entre los esposos y después entre éstos y los hijos. Como afirmó el Papa Francisco en su catequesis del 2 de abril de 2014: «el matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente éste el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia».

Hay una tendencia muy fuerte en los padres a creer que tienen que dar a sus hijos “lo que ellos no tuvieron” y, empecinados en ser proveedores de cosas materiales y concederles todo tipo de caprichos, no perciben que, aun sin darse cuenta, van creando pequeños monstruos que, en la edad adulta, desarrollarán una auto referencialidad egoísta y esto les impedirá abrirse al amor generoso y capaz de sacrificarse por el otro. Por otra parte, hay todavía mucho por hacer en el sentido de que los esposos no se aniquilen uno a otro, sino que se ayuden a crecer y se complementen mutuamente de modo tal que su proyecto de vida personal no desaparezca, sino que se transforme por el beneficio de todos. Si la relación está basada en el diálogo y el respeto, cada uno debe tener en cuenta el proyecto del otro y esto les permitirá construir su matrimonio en una forma que se planee conjuntamente, hasta al punto que puede llegar a convertirse en una auténtico ideal de pareja.

El proyecto de familia no puede descuidar una identidad individual en sentido generativo ni oblativo, sino que, apoyándose mutuamente en Cristo, permitirá luchar continuamente por crecer en madurez personal y en generosidad cristiana que es capaz de soportar los momentos de sufrimiento, la enfermedad, la muerte y, por supuesto, las penurias económicas. Hace falta creer que la pareja en particular, y la familia, en general, es la explicitación más hermosa del don total de sí que realiza, en primer lugar, en la persona, pero, al mismo tiempo, realiza también al otro. En la pareja uno lleva a plenitud al otro; el uno y el otro se complementan, se definen, porque se aman. Uno a otro desvela completamente su identidad, su ser hombre o su ser mujer. Uno a otro, se ayudan a crecer mutuamente porque no se trata solamente de fecundar un hijo, sino favorecer que el otro crezca. Con el tiempo, se corre el riesgo de olvidarse de lo que se prometió en el matrimonio, se centra todo en los hijos y el marido se olvida de su mujer y ésta de su marido. Esto, obviamente, redunda en una formación en la que los hijos no asumen el riesgo de crecer, de madurar y de corregir sus errores.

 La llegada de los hijos es maravillosa y fundamental, pero, con el tiempo, terminarán por buscar su propia vocación y abandonarán “el nido”. De aquí que los esposos estén llamados a cuidarse y respetarse siempre y llevar sus promesas a la plenitud, conforme pasa el tiempo y se van quedando solos.  Cuando no se ha favorecido el crecimiento del otro, se bloquea la identidad de quien está al lado y todo termina en un silencio hiriente, la indiferencia venenosa o en la recitación de una larga de quejas y lamentos por lo que no se ha podido ser o, lo que tal vez sea peor, por lo que no se ha podido tener. Con tantas distracciones, con tantos ruidos por los medios de comunicación y cuando faltan espacios para el silencio y el compartir sereno y profundo, es fundamental que los esposos no se rindan en su tarea de construir núcleos de comunión, de vida y de amor, es decir, a vivir algo que está ya en el interior de Dios.

Los esposos deben darse cuenta de que su vida conyugal reclama el infinito, reclama la Trinidad. Porque, como afirma el Santo Padre, es verdad que «después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la “máxima amistad”. Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia. El matrimonio “es una amistad (…) orientada siempre a una unión cada vez más firme e intensa”, y que “adquiere un carácter totalizante que sólo se da en la unión conyugal”. Precisamente por ser totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación» (Amoris laetitia, n. 123.125).

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Domingo 18 de junio de 2023.

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